domingo, 5 de septiembre de 2021

Jn 3,18

 El que le presta adhesión no está sujeto a sentencia; el que se niega a prestársela ya tiene la sentencia, por su negativa a prestarle adhesión en su calidad de Hijo único de Dios.

La responsabilidad recae así sobre el hombre, no sobre Dios, cuyo amor no hace excepciones. Empieza a describirse, por eso, la actitud del hombre, que pasa a ser sujeto gramatical. Dos actitudes son posibles: o se está a favor de Jesús o en contra; no existe la indiferencia. Ante el ofrecimiento del amor no cabe más que responder a él o negarse a aceptarlo.

Nicodemo había objetado que no es posible nacer de nuevo (3,4). Sin embargo, por parte de Dios todo está dispuesto; toca al hombre tomar su decisión. Si de hecho hay excluidos de la salvación, se debe al rechazo del ofrecimiento que Dios hace en Jesús. El que presta su adhesión a Jesús, secundando el plan de Dios, no está sometido a juicio, porque Dios no actúa como juez, sino como dador de vida. El que se niega a prestársela, él mismo se da sentencia. A la negativa radical y definitiva a dar la adhesión a Jesús corresponde la definitividad de la exclusión.

La Ley establecía con Dios la relación Señor-siervos. Entre los dos términos se interponían los maestros (3,2: maestro; 3,10: el maestro de Israel) y la jerarquía de los jefes (3,1: jefe). El contacto con Dios necesitaba intermediarios.

El hombre levantado en alto, por el contrario, hace presente el amor de Dios al mundo. Ya no hay que ser fiel más que al amor de Dios, encarnado en el Hijo único (3,15.16.18). La relación con el Padre, presente en Jesús, es inmediata; no es la propia de siervos, sino la de hijos.

La adhesión verdadera a Jesús ve en él al Hijo único de Dios. Al dar Dios a su Hijo, ofrece a la humanidad la plenitud de vida que está en él: así, a través del Hijo único, tendrá otros hijos (1,12; 14,2s Lect.) por identificación con el único. Este los hace nacer con el Espíritu, dándoles la capacidad de hacerse hijos por una práctica de amor como la suya.

No bastaba la adhesión como Mesías reformador surgida en Jerusalén a raíz de su actuación en el templo (2,23). No es al reformador de las instituciones, sino al dador de vida a quien ha de prestarse; la sociedad nueva será el fruto y la expresión del hombre nuevo, hijo de Dios.

Dar la adhesión a Jesús como a Hijo único de Dios es creer en las posibilidades del hombre, en el horizonte que le abre el amor de Dios, pues él es el modelo de los hijos que nacen por su medio.

b) Norma de conducta

Los tres versículos que terminan la perícopa están separados de lo anterior (Ahora bien) y utilizan un vocabulario distinto. Vuelve a usarse la oposición luz-tiniebla encontrada en el prólogo. El paso al tema de la luz está justificado.

En el prólogo, la vida ha sido identificada con la luz (1,4: y la vida era la luz del hombre), por no ser ésta más que la vida misma en cuanto esplendente y visible. La tiniebla, por oposición, evoca muerte; es un poder activo y mortífero que produce la noche y domina en ella (3,2).

Al presentar a Jesús levantado en alto como la localización de la vida que brota de él (3,15), y como signo a la vista de todos (3,14), uniendo la visibilidad a la vida, era normal que, en coherencia con su teología, pasase Jn al tema de la luz. Ésta, una vez más, no es la doctrina que expone Jesús, sino él mismo como fuerza de vida, en cuanto visible y perceptible por todos. La luz de la vida es al mismo tiempo la gloria (resplandor) del amor de Dios que se manifiesta en Jesús.

En el prólogo, los que contemplan su gloria/amor leal (1,14) son los que han recibido de su plenitud un amor que responde a su amor (1,16); paralelamente, los que miran/se adhieren a la señal levantada (3,14-15, paralelo serpiente/Hombre) y ven en ella la manifestación y la prueba suprema del amor/gloria de Dios (3,16) reciben vida definitiva (ibíd.), equivale al Espíritu-amor.

La luz brillaba en medio de la tiniebla (1,5), llegaba hasta el mundo, iluminando a todo hombre (1,9); ahora ha venido (1,11) y está en el mundo (3,19: el Hombre levantado en alto, manifestación de la gloria/amor de Dios), y algunos se acercan a ella abandonando la tiniebla (3,21).

En el prólogo se acentuaba más la naturaleza de la Palabra y su misión que la actividad del hombre. Se contemplaba la gloria (1,14), que era la vida brillando como luz (1,4.5) y que iluminaba (1,9). En esta perícopa se pone el acento en el papel del hombre y en su iniciativa. Aceptar, no acoger (1,12.11), pasan a ser amar u odiar (3,19) y, en consecuencia, acercarse o no a la luz (3,20.21).

El amor o el odio a la luz tienen su raíz en el modo de obrar. La vida que se manifiesta como luz divide así los campos. Aquel cuya actividad se opone a la vida no se acerca a ella para evitar el contraste delator. Quien favorece la vida no teme acercarse.

En el prólogo, la vida aparece como una realidad que se comunica y, en términos de luz, como iluminadora. Aquí, en cambio, su papel es penetrar en la tiniebla y distinguir actitudes. Acercarse a la luz es abandonar la tiniebla. Nicodemo, que fue a ver a Jesús de noche, iba identificado con la tiniebla.

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