domingo, 5 de septiembre de 2021

Jn 2,23 -- 3,21

SUSTITUCIÓN DE LA LEY: EL HOMBRE LEVANTADO EN ALTO.

Jn 3,21

 En cambio, el que practica la lealtad se acerca a la luz, y así se manifiesta su modo de obrar, realizado en unión con Dios.

Sigue mezclando el autor los dos sentidos de luz, el físico y el metafórico. Lo mismo el que actúa con bajeza que el que practica la lealtad se definen por su proceder. El hombre se define por sus obras.

Vuelve a aparecer <<la lealtad>> del prólogo (1,14.17), cualidad del amor del Padre y de Jesús Mesías y, por tanto, del amor recibido de su plenitud (1,14.16.17). La lealtad demuestra el amor. La expresión practicar la lealtad está en paralelo con practicar lo bueno (5,29), en oposición a obrar con bajeza (cf. ibíd.). Equivale, por tanto, a hacer lo que es bueno para el hombre. Al utilizar Jn el término <<lealtad>> en lugar de <<amor>>, significa que el amor no es teoría, sino práctica, que no existe amor si no se traduce en obras. El amor puede llamarse tal en la medida en que realiza el bien del hombre, comunicándole vida.

Y así se manifiesta su modo de obrar. La manifestación es consecuencia del acercamiento; el modo de obrar es, por tanto, anterior a la adhesión a Jesús, la luz. De hecho, desde el principio de la creación, la vida se ha manifestado en el mundo, no ha sido ahogada por la tiniebla. La dialéctica muerte-vida es anterior a la manifestación plena de la vida en Jesús. Los hombres para quienes la vida es la luz (1,4), es decir, los que responden a la llamada del proyecto creador y están en favor de la creación y de la vida, son los que se acercan a Jesús, la luz.

El mismo principio será enunciado en 7,17: el que quiera realizar el designio de Dios apreciará si esta doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta. Hay una disposición y una praxis que preceden a la adhesión a Jesús, que son la lealtad a la vida y al hombre. Lo mismo en 8,47: el que procede de Dios escucha las exigencias de Dios; por eso vosotros no escucháis, porque no procedéis de Dios. Proceder de Dios significa imitar su modo de obrar (cf. 5,19) y precede a la adhesión a Jesús. De modo parecido en 6,44s: todo el que escucha al Padre y aprende se acerca a mí. Hay, por tanto, una docilidad a Dios anterior a la fe en Jesús y que permite llegar a ella. El Padre es el Dios creador, fuente de vida y amor. El que, con su conducta, ha secundado la obra creadora de Dios, la actividad de su amor por el hombre, reconocerá la luz y se acercará a ella sin miedo; entonces aparecerá que sus obras respondían al designio de Dios, plenamente revelado en Jesús, y que no eran del hombre sólo, sino de Dios con él.

Los paralelos entre el prólogo y esta perícopa son numerosos. En primer lugar, el uso del verbo nacer (1,13: han nacido de Dios; 3,3: nacer de nuevo/de arriba; 3,5: nacer de agua y Espíritu; 3,6.7: nacer del Espíritu).

Para identificar otros paralelos hay que tener en cuenta las equivalencias: <<Espíritu/amor/vida definitiva>> y <<aceptar/prestar adhesión/ acercarse>>. Así, los que reciben la Palabra-luz son los que nacen de Dios (1,12s); paralelamente, los que dan su adhesión al Hombre levantado en alto obtienen vida definitiva (3,14s) o nacen de arriba (3,3.7), del agua-Espíritu (3,5.6.8).

SÍNTESIS

Tras la manifestación mesiánica de Jesús en el templo, donde ha denunciado la opresión y anunciado la sustitución del santuario por su propia persona, expone Jn la reacción al hecho: primero, de modo general; luego, la de los hombres de gobierno y de Ley.

Están representados por un personaje perteneciente a las altas esferas del poder, judío y observante y maestro de la Ley. Éste no espera el Mesías de la fuerza, sino el Mesías del orden, el maestro capaz de explicar la Ley e inculcar su práctica, para llegar así a construir el hombre y la sociedad. El problema se centra sobre la validez de la Ley religiosa como norma de conducta y fuente de vida, como medio de implantar la sociedad humana que Dios desea y promete. Jesús echa abajo el presupuesto de Nicodemo: el hombre no puede llegar a obtener plenitud y vida por la observancia de la Ley, sino por la capacidad de amar. Esta capacidad, que da el Espíritu, le viene de Dios y ella completa el ser del hombre. Los dos aspectos de la Ley se concentran en Jesús mismo levantado en alto: él es fuente de la vida definitiva, el Espíritu, y al mostrar su amor con el don de su vida, la norma para que el hombre alcance la plenitud. Sólo con hombres dispuestos a amar hasta la muerte puede construirse la verdadera sociedad humana. Son los hombres libres, que rompen con un pasado para comenzar de nuevo, no ya encerrados en una tradición, nacionalidad ni cultura. Su vida será la práctica del amor, el don de sí mismos, con la universalidad con que Dios ama a la humanidad entera.

Dios, en Jesús, ofrece así a todos la vida plena. El hombre tiene que optar entre la vida y la muerte. Quien de alguna manera es enemigo del hombre y de la vida, la rechaza y se condena él mismo a morir. Quien está por el hombre y por la vida, se adhiere a Jesús.

Toda empresa que tome por base el hombre a medio hacer, al hombre sin amor, está condenada al fracaso.

Jn 3,20b

 y no se acerca a la luz, para que no se le eche en cara su modo de obrar.

No son doctrinas las que separan de Dios, sino conductas, como Dios no ofrece doctrinas, sino vida. Acercarse a la luz equivale a acercarse a Jesús (6,37: al que se acerca a mí no lo echo fuera) e indica la adhesión, la fe en él. En este texto, por tanto, acercarse a la luz significa dar la propia adhesión a la vida que Dios ofrece en Jesús. Él mismo es la luz (8,12) y la vida (11,25; 14,6); quien con su modo de obrar daña al hombre, odia a Jesús y le niega su adhesión, pues teme que se ponga de manifiesto su propia vileza. Tiene miedo de la publicidad y del cotejo inevitable con el modo de obrar de Jesús. Reconocer la luz sería ponerse en evidencia. Rechazándola, piensa poder continuar haciendo el mal sin ser descubierto. No se puede, por tanto, se opresor del hombre y prestar adhesión a Jesús; no se podía estar con el sistema judío, como Nicodemo, y aceptar lo que Jesús proponía.

Jn 3,20a

 Todo el que obra con bajeza, odia la luz.

Este principio general extiende el enunciado fuera de las fronteras de Israel y del tiempo de Jesús. La luz, resplandor de la vida, denuncia por comparación la bajeza de conducta que se opone a la vida. Ya en su sentido primario, la luz expone y denuncia la maldad oculta. Por eso existe una respuesta de odio al amor de Dios. La opción por la tiniebla no se hace por el valor que tenga en sí misma, sino por el odio a la luz y éste nace por miedo a ser desenmascarado. No se opta aquí imparcialmente entre términos equiparables; hay una repulsión a la vida en aquel que es cómplice de la muerte. Se odia la bondad de la luz. La maldad no puede soportar su vista y pretende sofocarla. Los agentes de injusticia y muerte no pueden soportar su denuncia (1,5; 11,53; 12,10; 19,15).

Jn 3,19

 Ahora bien, ésta es la sentencia, que la luz ha venido al mundo y los hombres han preferido la tiniebla a la luz, porque su modo de obrar era perverso.

Jn va a desarrollar lo antes dicho, la causa de la exclusión de muchos (3,18). La luz que ha venido al mundo, de por sí lo ilumina todo. La luz es el Hijo, en su función salvadora de dar vida, como prueba del amor de Dios a la humanidad (3,16s); es Jesús como Mesías (cf. 8,12: Yo soy la luz del mundo: 12,35). Se confirma así una vez más la relación de toda esta perícopa con la escena del templo (2,13ss). Ha venido y se ha quedado en el mundo: presencia duradera de alcance universal.

La frase: La luz ha venido al mundo, está en paralelo y en oposición con la de Nicodemo: tú has venido de parte de Dios como maestro (3,2), al servicio de la Ley. Según la tradición rabínica, la Ley era vida y luz; su observancia daba vida al hombre y al pueblo, ella revelaba a Dios y su voluntad y servía de guía a la conducta.

Jesús levantado en alto toma su puesto: la conducta del hombre está guiada y juzgada por esta luz, el resplandor de su amor al hombre. Es ella la única norma y la que descubre la bondad o maldad de las acciones.

La presencia de la luz-vida en el mundo coloca al hombre ante la opción de aceptar la vida-luz o no aceptarla. La sentencia de exclusión se identifica con una opción de mala fe: viendo la luz, resplandor de la vida, que ha venido al mundo (1,4), los hombres (alusión a 2,24s; 3,1) han preferido la tiniebla, es decir, la muerte.

La tiniebla, como se ha visto en el prólogo (1,5), representa la ideología opresora que sofoca la vida del hombre, objetivada aquí en la institución judía denunciada por Jesús (2,14ss). Los hombres (3,19) son otra expresión para el mundo (3,16). La frase es hiperbólica; la totalidad denotada por los hombres significa la inmensa mayoría e incluye a los muchos que le dieron su adhesión durante las fiestas (2,23), a quienes Jesús no se confiaba (2,24), y, entre ellos, a los representados por Nicodemo (3,2: sabemos). Esta universalidad del rechazo contrasta con la del amor de Dios (3,16: así demostró Dios su amor al mundo), y fue expresada en el prólogo con una hipérbole equivalente (1,10: el mundo no la reconoció; 1,11: los suyos no la acogieron).

Antes de la venida de la luz estaba la humanidad en tinieblas. La mayoría de los hombres prefieren continuar en la muerte, renunciando a la plenitud de vida: ése es el pecado de la humanidad (1,29). Desprecian el amor de Dios, optan por la tiniebla. Esa opción constituye su sentencia. Son los hombres mismos los que la pronuncian.

Pero la opción tiene un motivo: porque su modo de obrar era perverso, en consonancia con la actividad malvada de la tiniebla, que intenta extinguir la luz (1,5), y con las obras malvadas del mundo u orden injusto que denunciará Jesús (7,7). El modo de obrar perverso consiste en el uso de la mentira y la violencia como medios de opresión (8,44: mentiroso y homicida). El imperfecto (era) indica una conducta precedente que no se quiere rectificar (cf. 2,18, el rechazo de los dirigentes ante la denuncia de Jesús). Explica Jn por qué los suyos no lo acogieron (1,11). Son los cómplices de la tiniebla, dirigentes o incondicionales del régimen injusto (= los Judíos), los que prefieren la tiniebla a la luz. Ellos encuentran en ese sistema su campo de acción; los opresores del hombre a cualquier nivel no aceptan la luz-vida. Los causantes de muerte rechazan el ofrecimiento del amor de Dios.

Jn 3,18

 El que le presta adhesión no está sujeto a sentencia; el que se niega a prestársela ya tiene la sentencia, por su negativa a prestarle adhesión en su calidad de Hijo único de Dios.

La responsabilidad recae así sobre el hombre, no sobre Dios, cuyo amor no hace excepciones. Empieza a describirse, por eso, la actitud del hombre, que pasa a ser sujeto gramatical. Dos actitudes son posibles: o se está a favor de Jesús o en contra; no existe la indiferencia. Ante el ofrecimiento del amor no cabe más que responder a él o negarse a aceptarlo.

Nicodemo había objetado que no es posible nacer de nuevo (3,4). Sin embargo, por parte de Dios todo está dispuesto; toca al hombre tomar su decisión. Si de hecho hay excluidos de la salvación, se debe al rechazo del ofrecimiento que Dios hace en Jesús. El que presta su adhesión a Jesús, secundando el plan de Dios, no está sometido a juicio, porque Dios no actúa como juez, sino como dador de vida. El que se niega a prestársela, él mismo se da sentencia. A la negativa radical y definitiva a dar la adhesión a Jesús corresponde la definitividad de la exclusión.

La Ley establecía con Dios la relación Señor-siervos. Entre los dos términos se interponían los maestros (3,2: maestro; 3,10: el maestro de Israel) y la jerarquía de los jefes (3,1: jefe). El contacto con Dios necesitaba intermediarios.

El hombre levantado en alto, por el contrario, hace presente el amor de Dios al mundo. Ya no hay que ser fiel más que al amor de Dios, encarnado en el Hijo único (3,15.16.18). La relación con el Padre, presente en Jesús, es inmediata; no es la propia de siervos, sino la de hijos.

La adhesión verdadera a Jesús ve en él al Hijo único de Dios. Al dar Dios a su Hijo, ofrece a la humanidad la plenitud de vida que está en él: así, a través del Hijo único, tendrá otros hijos (1,12; 14,2s Lect.) por identificación con el único. Este los hace nacer con el Espíritu, dándoles la capacidad de hacerse hijos por una práctica de amor como la suya.

No bastaba la adhesión como Mesías reformador surgida en Jerusalén a raíz de su actuación en el templo (2,23). No es al reformador de las instituciones, sino al dador de vida a quien ha de prestarse; la sociedad nueva será el fruto y la expresión del hombre nuevo, hijo de Dios.

Dar la adhesión a Jesús como a Hijo único de Dios es creer en las posibilidades del hombre, en el horizonte que le abre el amor de Dios, pues él es el modelo de los hijos que nacen por su medio.

b) Norma de conducta

Los tres versículos que terminan la perícopa están separados de lo anterior (Ahora bien) y utilizan un vocabulario distinto. Vuelve a usarse la oposición luz-tiniebla encontrada en el prólogo. El paso al tema de la luz está justificado.

En el prólogo, la vida ha sido identificada con la luz (1,4: y la vida era la luz del hombre), por no ser ésta más que la vida misma en cuanto esplendente y visible. La tiniebla, por oposición, evoca muerte; es un poder activo y mortífero que produce la noche y domina en ella (3,2).

Al presentar a Jesús levantado en alto como la localización de la vida que brota de él (3,15), y como signo a la vista de todos (3,14), uniendo la visibilidad a la vida, era normal que, en coherencia con su teología, pasase Jn al tema de la luz. Ésta, una vez más, no es la doctrina que expone Jesús, sino él mismo como fuerza de vida, en cuanto visible y perceptible por todos. La luz de la vida es al mismo tiempo la gloria (resplandor) del amor de Dios que se manifiesta en Jesús.

En el prólogo, los que contemplan su gloria/amor leal (1,14) son los que han recibido de su plenitud un amor que responde a su amor (1,16); paralelamente, los que miran/se adhieren a la señal levantada (3,14-15, paralelo serpiente/Hombre) y ven en ella la manifestación y la prueba suprema del amor/gloria de Dios (3,16) reciben vida definitiva (ibíd.), equivale al Espíritu-amor.

La luz brillaba en medio de la tiniebla (1,5), llegaba hasta el mundo, iluminando a todo hombre (1,9); ahora ha venido (1,11) y está en el mundo (3,19: el Hombre levantado en alto, manifestación de la gloria/amor de Dios), y algunos se acercan a ella abandonando la tiniebla (3,21).

En el prólogo se acentuaba más la naturaleza de la Palabra y su misión que la actividad del hombre. Se contemplaba la gloria (1,14), que era la vida brillando como luz (1,4.5) y que iluminaba (1,9). En esta perícopa se pone el acento en el papel del hombre y en su iniciativa. Aceptar, no acoger (1,12.11), pasan a ser amar u odiar (3,19) y, en consecuencia, acercarse o no a la luz (3,20.21).

El amor o el odio a la luz tienen su raíz en el modo de obrar. La vida que se manifiesta como luz divide así los campos. Aquel cuya actividad se opone a la vida no se acerca a ella para evitar el contraste delator. Quien favorece la vida no teme acercarse.

En el prólogo, la vida aparece como una realidad que se comunica y, en términos de luz, como iluminadora. Aquí, en cambio, su papel es penetrar en la tiniebla y distinguir actitudes. Acercarse a la luz es abandonar la tiniebla. Nicodemo, que fue a ver a Jesús de noche, iba identificado con la tiniebla.

Jn 3,17

 Porque no envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia contra el mundo, sino para el mundo por él se salve.

La doble formulación, positiva y negativa, que aparecía en 3,16: para que ... tenga vida definitiva y ninguno perezca, vuelve a encontrarse aquí formando un quiasmo: no para dar sentencia ... sino para que se salve. Pero la manifestación del amor de Dios y el don del Hijo único (3,16) se describen ahora en términos de misión (envió ... al mundo). En ambos casos hay un mismo sujeto, Dios; un mismo destinatario, el mundo, la humanidad. El amor de Dios fue el móvil del envío del Hijo y su finalidad era salvar a todo hombre; toda intención negativa queda excluida, el propósito divino es enteramente positivo y universal (el mundo). El Mesías no trae una misión judicial ni excluye a nadie de la salvación: en el Hijo, don y prueba del amor de Dios, brilla únicamente su gloria, su amor y su lealtad al hombre. No viene a discriminar dentro de Israel, pero tampoco entre Israel y los otros pueblos. Ha terminado el privilegio del pueblo escogido. La salvación está destinada a la humanidad entera.

Salvarse es pasar de la muerte a la vida definitiva, y eso es posible a través de Jesús, el dador del Espíritu.

Aparece por primera vez la denominación <<el Hijo>> aplicada a Jesús. Esta resume las dos anteriores: <<el Hombre>> (el Hijo del hombre, 3,13.14) y <<el Hijo único de Dios>> (3,16.18; cf 1,18: el único engendrado). Jesús es <<el Hijo>>, en el cual se unen la raíz humana y la procedencia divina, el máximo exponente del hombre que hace presente la plenitud de Dios.

Jn 3,16

 Porque así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único, para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno perezca.

Se ofrece la explicación última de la realidad del Mesías. En el pasaje anterior (3,14-15) se le ha descrito partiendo desde el hombre, como la señal visible, el Hombre levantado; ahora, partiendo de Dios, que toma la iniciativa insertando su acción en la historia. Es la misma realidad expresada antes con la frase el que ha bajado del cielo. Jesús es el don del amor de Dios a la humanidad. El Hombre levantado a la vista de todos es al mismo tiempo el Hijo único de Dios (cf. 1,34); ésa es su realidad escondida, que se revela al ser levantado en alto y mostrar así el amor de Dios al mundo.

La frase no explicita el destinatario del don; se habría esperado <<el mundo>>, la humanidad. Esta omisión, junto con la mención de <<el Hijo único>>, muestran la alusión a Gn 22,2. Dios se comporta como Abrahán, que fue capaz de desprenderse de su propio hijo.

La alusión a Abrahán pone también el pasaje en relación con éxodo, pues según tradiciones judías, el sacrificio de Isaac tuvo lugar a la hora en que más tarde se sacrificarían los corderos en el templo, y la liturgia de la Pascua unía el gesto de Abrahán con el sacrificio del cordero. Se ve así la conexión de todo el episodio con el del templo y la expectación mesiánica.

El don se ha hecho en el pasado (demostró) y se va realizando a lo largo de la vida de Jesús, que culminará en el momento de ser levantado en alto, <<su hora>> (2,4), con la manifestación plena del amor de Dios, el don total de sí para comunicar vida.

El designio de Dios no discrimina, ofrece la vida a todos sin excepción. Quien no la obtenga es porque rechaza su oferta, negando la adhesión a Jesús.

Jn 3,14-15

 Lo mismo que, en el desierto, Moisés levantó en alto la serpiente, así tiene que ser levantado este Hombre, para que todo el que lo haga objeto de su adhesión tenga vida definitiva.

La misión del Mesías consistirá en conferir al hombre el amor y la lealtad (1,17), la vida propia y peculiar del reino. Por ello, su triunfo es la cruz, demostración suprema del amor a que lleva el dinamismo del Espíritu. <<Subir al cielo para quedarse>> se identifica con ser levantado en alto, pues la cruz no será para Jesús un estado pasajero, sino el comienzo de la efusión de amor y vida que ha de durar para siempre (19,34; 20,25.27: el costado abierto). <<El cielo>> o esfera divina se sitúa en la cruz, donde el Padre está presente en Jesús y manifiesta su amor. De ahí que <<ser levantado>> signifique al mismo tiempo su muerte y su exaltación definitiva, la manifestación perenne de su gloria, que es la del padre (17,1).

Este hecho se explica con un episodio del éxodo, donde Moisés no aparece como el maestro de Israel, sino como aquel que, con su acción, crea un tipo del Mesías (5,46: de mí escribió él). El texto se refiere a Nm 21,9 cuando, ante la plaga de serpientes venenosas, fabrica Moisés, por indicación de Dios, una serpiente de bronce y la levanta en un poste. Quien era mordido, al mirar a la serpiente alzada quedaba curado, o, según la expresión hebrea, vivía. Sobre este antiguo episodio se construye un paralelo, que se desarrolla en una comparación (3,14: lo mismo ... así) de los hechos y de sus resultados. En el caso de Moisés, la vida que se obtenía era transitoria; aquí, definitiva.

La primera partícula (lo mismo) anuncia la semejanza de lo que ha de suceder con el hecho ya sucedido. De éste se menciona el agente, Moisés; se conoce el tiempo y el lugar, en el desierto. En el segundo miembro (así) no hay agente, tiempo, ni lugar definido; se expresa sólo una necesidad (tiene que) que ha de verificarse en un futuro no precisado. Sin embargo, el paralelismo es claro: a la serpiente del primer miembro corresponde <<el Hombre>> en el segundo; al <<levantar>> el <<ser levantado en alto>> (3,14) indica una señal visible, destinada a ser vista y mirada, la localización de una esfera salvadora. El Hombre levantado en alto será la presencia salvadora de Dios, el punto de confluencia de todos los que miran, el lugar de donde mana la vida divina.

Se explica así como se nace de arriba (3,3.7). Esa localización (arriba) está determinada por la imagen de la serpiente alzada que liberó de la muerte. También el Hombre tiene que ser levantado, y todo el que se adhiera a él en esa situación suya, aceptando su amor y el don de su amor, obtendrá vida definitiva, es decir, nacerá de arriba, recibiendo el Espíritu que brota de su costado (19,34).

Este signo, del que brota la vida, es la expresión del amor de Dios a la humanidad (3,16), y está alzado de modo que el mundo entero pueda verlo. Toma el puesto de la Ley, que falsamente prometía vida (cf. 1,17).

Jn 3,13

 a) Fuente de vida

Nadie sube al cielo para quedarse más que el que ha bajado del cielo, este Hombre.

<<Subir al cielo para quedarse>> significa el triunfo, la victoria definitiva del Mesías y, por tanto, el estadio final del reino de Dios. La respuesta a la expectación mesiánica comienza enunciando quién es el verdadero Mesías, el que logrará ese triunfo.

Ya se ha explicado que las expresiones de Jn sobre <<el cielo>> no deben ser tomadas en sentido espacial. Significa la esfera divina, caracterizada en cuanto excelente (superioridad) e invisible, aunque no inaccesible a la experiencia del hombre. Así, en 14,23 puede afirmar Jesús que el Padre y él vendrán al discípulo y vivirán con él. No es que el Padre abandone <<el cielo>>, sino que este término carece en Jan de su connotación local. Ya a partir de la bajada del Espíritu sobre Jesús, el lenguaje es figurado (1,32). Cuando Jesús, por tanto, se describe a sí mismo como <<el que bajó del cielo>>, quiere decir que su origen no es simplemente humano, sino que procede de Dios (8,23).

La frase: el que ha bajado del cielo, está en paralelo con 1,32: el Espíritu que bajaba como paloma desde el cielo. <<Haber bajado del cielo>> equivale a haber recibido la plenitud del Espíritu, que ha hecho de Jesús el nuevo santuario (2,19.21), el lugar de la presencia divina (1,14). El reino de Dios se sitúa en la esfera divina (8,23: lo de arriba) y sólo conduce a él aquel que procede de ella, Jesús, el Hombre que realiza el proyecto divino (1,1c) y es el prototipo de hombre.

Nicodemo había admitido que la misión de Jesús era divina (3,2; has venido de parte de Dios); pero no lo es sólo su misión, sino también su origen (el que ha bajado del cielo).

No hay que esperar otra clase de Mesías sino el Hombre en quien se ha manifestado todo el amor contenido en el proyecto de Dios (1,14). El Mesías es aquel que, por ser el Hombre, es capaz de amar hasta el don de sí mismo, revelando así la gloria-amor del Padre. Sólo él puede obtener y asegurar el triunfo definitivo, instaurar el reinado de Dios, la sociedad humana que corresponde al proyecto creador (3,3.5).

Jn 3,12

 Si os he expuesto lo de la tierra y no creéis, ¿cómo vais a creer si os expongo lo del cielo?

Jesús reprocha a Nicodemo, el maestro de Israel, su incredulidad sobre lo que acaba de decirle. De hecho, el nuevo nacimiento y la renovación del hombre por el Espíritu podían ser perfectamente comprensibles para cualquiera que estuviese familiarizado con la antigua Escritura, que él, como maestro de Israel, debía conocer. <<Lo de la tierra>> responde a lo anunciado por los mensajeros de Dios durante la antigua alianza (cf. 3,31b Lect.). Jesús ha buscado una base común para introducir a Nicodemo en la novedad del reino de Dios, pero éste, aferrado a su propia visión de la Ley como código cerrado e inapelable, y reduciendo su tradición a la enseñanza legal, se ha incapacitado para comprender la promesa.

La realidad del reino, oscuramente anunciada por los profetas, se va a revelar en Jesús, el que ha bajado del cielo (3,13.31s) Esto (lo del cielo) es lo que va a ser explicado en la sección siguiente, donde desaparece la figura de Nicodemo, incapaz de entender la nueva realidad.

El Mesías levantado en alto

Frente a la expectación mesiánica que ha interpretado equivocadamente a Jesús, expone Jn la verdadera realidad del Mesías. Como en la declaración central de Juan Bautista (1,29-34), aunque la sección trata de la figura de Jesús como Mesías, no se pronuncia este título, sujeto a diversas interpretaciones. En ambos pasajes hay una temática común: el Espíritu (1,32s; 3,3-8) y el Hijo de Dios (1,34; 3,18), definición del Mesías dada por Juan a partir de su visión del Espíritu.

Las dos funciones que la escuela farisea atribuía a la Ley: ser fuente de vida y norma de conducta, quedan sustituidas por la persona de Jesús, el Hombre levantado en alto (cf. 1,17). Únicamente de él procede la vida (3,13-18) y, como la luz, revela la bondad o maldad del proceder del hombre (3,19-21). Al manifestar el amor de Dios, se convierte en norma de conducta.

La respuesta humana a la visión del Hombre levantado se describe de dos maneras: primero, como <<prestarle la propia adhesión>> (3,15.18), contacto necesario para recibir la vida; luego, como acercarse a él (3,20.21), punto fijo de donde brota la luz, centro de la zona iluminada, opuesta a la tiniebla. El hombre ha de dar el paso, saliendo de la tiniebla para entrar en la zona de la luz, donde está Jesús. Este paso se identifica con su éxodo, que consiste en salir del <<mundo>>, el orden injusto (8,23; 15,19; 17,6.14.16).

En oposición a la adhesión recibida en Jerusalén (2,23), que Jesús no aceptó porque suponía una concepción equivocada de su mesianismo, se expone el verdadero término de la adhesión: el Hombre levantado y la auténtica concepción del Mesías: el Hijo de Dios, prueba de su amor.

Como Jesús había explicitado con sus afirmaciones (3,3.5), Nicodemo y, en general, el movimiento suscitado en Jerusalén, esperaban del Mesías la instauración del reino de Dios. La calidad del rey mesiánico, que Jesús va a manifestar, no corresponde a la expectación judía. En este pasaje asocia su realeza a su muerte (3,13ss), como aparecerá en el título de la cruz (19,19). Su reinado, que será el de Dios, no se inaugurará con una manifestación de poder, sino con la del amor de Dios manifestado en la cruz, negación del poder (cf. 18,36).

Jn 3,11

 Pues sí, te aseguro que hablamos de lo que sabemos y que damos testimonio de lo que hemos visto personalmente, pero nuestro testimonio no lo aceptáis.

Otra afirmación categórica de Jesús. Ahora opone su sabemos al de Nicodemo (3,2), que era en realidad no saber (3,8.10). Jesús no es maestro como ellos. Nicodemo on sabe, porque fundaba su saber sólo en una tradición aprendida. Jesús sabe: hablamos de lo que sabemos; pero sabe por experiencia, por haberlo vivido: lo que hemos visto personalmente (cf. 1,18). El dinamismo del Espíritu se hace experiencia en el interior del hombre. Por eso su hablar es un testimonio.

El uso del plural; sabemos, hemos visto, damos testimonio, prevé ya el futuro, o, mejor dicho, refleja a la comunidad. También la frase anterior: todo el que ha nacido del Espíritu, miraba a un futuro. Son los que nacerán por obra de Jesús (1,33: el que va a bautizar con Espíritu Santo), y cuya voz se oirá como se oye la suya. También esos sabrán, y darán testimonio basado en su experiencia. Tal es el significado de <<hemos visto personalmente>>, no necesariamente de visión física.

En el reproche que hace Jesús a Nicodemo: nuestro testimonio no lo aceptáis, se incluye también, como antes, el testimonio futuro de la comunidad (nuestro). El plural no lo aceptáis supone que Nicodemo representa a un grupo (cf. 3,2: sabemos). Aparece de nuevo la controversia cristiano-judía del tiempo de Jn. Aceptar es la condición para creer (cf. 1,11).

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Jn 3,10

 Repuso Jesús: <<Y tú, siendo el maestro de Israel, ¿no conoces estas cosas?>>.

El diálogo revela la tensión. Al reconocimiento inicial de Nicodemo (3,2) responde Jesús echando abajo sus presupuestos (3,3); ante su réplica irónica (3,4) ha insistido sin mitigaciones (3,5-8). A la segunda reacción adversa de Nicodemo (3,9) responde Jesús con una ironía. Después de su primera seguridad, Nicodemo se mantiene a la defensiva. Sólo hace preguntas, que muestran su escepticismo. Al fariseo y jefe no le cabe en la cabeza la ruptura con el pasado ni la novedad del Espíritu.

Jesús lo llama <<el maestro de Israel>>, título que ellos daban a Moisés, el único de quien se profesaban discípulos (9,28s), la única voz que seguía resonando (3,31: que es de la tierra). Siendo Nicodemo una figura representativa, engloba el magisterio fariseo, característico de la sinagoga, que exalta y perpetúa a Moisés como legislador y maestro. Pero Moisés fue más que maestro, anunció un futuro (5,46: de mí escribió Moisés); y, además, la tradición profética ofrecía datos que hacían comprensible las afirmaciones de Jesús (cf. Jr 31,31ss; Ez 36,25ss: >>Os rociaré con agua pura ... Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo ... Os infundiré mi espíritu>>; cf Jn 5,39: Son las Escrituras las que dan testimonio en mi favor). Pero ellos habían mutilado el AT (5,40: no queréis acercaros a mí; 5,47: si no dais fe a sus escritos), reduciéndolo a una enseñanza legal (el maestro de Israel); incluso al Mesías lo esperaban como maestro (3,2). Con el apego a un código que excluía de antemano toda novedad, se habían cerrado al Espíritu y a la acción de Dios. Habían sustituido el Espíritu por la letra, su dinamismo por el Libro.

Jn 3,9

 Replicó Nicodemo: <<¿Cómo es posible que eso suceda?>>.

Nicodemo se había mantenido en la línea del <<cómo>> (3,4), suponiendo conocido lo que tenía que nacer, el Israel reformado. Jesús lo ha pasado a la línea del <<qué>>, porque lo que tiene que  naces es el hombre nuevo. Ante el cambio de planteamiento, el fariseo muestra su desorientación y su escepticismo. El legalista no cree posible esa clase de vida.

Jn 3,8

 El viento sopla donde quiere, y oyes su ruido, aunque no sabes de dónde viene ni adónde se marcha. Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu.

El término <<espíritu>> significa originariamente <<viento>>, y Jn juega con su doble significado. El viento/espíritu es fuerza y dinamismo. El término <<ruido>> significa también <<voz>>: ruido del viento/voz del Espíritu.

La necesidad del nuevo nacimiento, enunciada antes por Jesús, excluía que el reino de Dios se identificase con Israel. Se plantea la cuestión de quiénes son los llamados al reino A ella responde Jesús en este versículo.

La contraposición carne/Espíritu y la concepción de éste como principio de vida están en la línea de Gn 2,7. El aliento vivificador de Dios sopla sobre <<el hombre>>, comunica vida sin estar limitado por raza o región, como el viento sopla donde quiere.

Así, el Espíritu/viento, que prepara ciudadanos para el reino de Dios, no conoce fronteras. Es decir, no sólo la Ley no es camino para el reino, sino que éste tampoco está circunscrito a Israel, a su raza y tradición. El Espíritu creador es libre, no está ligado a nada ni por nadie. Y paralelamente, los que nacen del Espíritu no se sienten encerrados en los límites de un pueblo o tradición. Si no se pueden establecer reglas para el Espíritu, tampoco el origen, historia o experiencia anterior puede ser norma última para el hombre nuevo que nace de él.

Al Espíritu y al nacido de él se les conoce por su voz (ruido del viento/voz del Espíritu). Este pasaje está en estrecho paralelo con 8,14: mi testimonio (la voz) es válido, porque sé de dónde he venido y adónde me marcho, mientras vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde me marcho. Se trata aquí de la identidad de Jesús (8,12: Yo soy la luz del mundo, etc.), que él puede afirmar por ser consciente de su procedencia y de su destino. Lo mismo, los que han nacido del Espíritu, no se definen ya por su <<carne>> ni se identifican por ella; en eso se diferencian de Israel, que encontraba su identidad en su genealogía e instituciones; de hecho, su vida tiene origen <<arriba>>. Tampoco sus objetivos son los que podrían deducirse de su pertenencia a un pueblo o a una sociedad. Saben de dónde vienen y adónde van, cuál es su itinerario: el camino hacia el Padre por el amor leal hasta el extremo (13,1). Pero el que no ha nacido del Espíritu y sigue en la esfera de la <<carne>> no puede comprenderlo ni acepta, por tanto, la veracidad de su testimonio. Para él la voz del Espíritu es un ruido (cf. 12,28s; 1 Cor 2,14).

Se trasluce detrás de estas frases la polémica de las comunidades cristianas con la sinagoga. Estas comunidades han surgido en todas partes, sin responder a criterios de raza o pueblo, pero se las reconoce por tener una misma voz y dar un mismo testimonio, el de Jesús.

El Espíritu/viento, que no sigue la regla de ellos, les resulta imprevisible. No está vinculado, como Israel, a instituciones; solamente su voz delata su presencia y ella afirma su libertad.

Nicodemo creía saber (3,2: sabemos). Había intentado encasillar a Jesús, pero se había equivocado, porque no sabía de dónde venía ni adónde iba. Las señales de Jesús (2,23) eran la voz del Espíritu; ellos han querido interpretarlas en función de su origen judío, en un marco de <<carne>>, de tradición, de lo ya conocido (3,2: como maestro). Pero el Espíritu no admite tales marcos de referencia. Lo mismo ocurrirá a otros, que creerán saber y, en realidad, no sabrán (cf. 7,27s.33-36; 8,21s). Nicodemo poseía el saber de la <<carne>>, del hombre inacabado, sin conocer el proyecto de Dios.

Jn 3,7

 No te extrañes de que haya dicho: <<Tenéis que nacer de nuevo>>.

Jesús quiere ayudar a Nicodemo, que no comprende. En los primeros enunciados expresaba la necesidad a modo de condición indispensable: Si uno no nace ... no puede (3,3.5); ahora la expresa de modo positivo: Tenéis que nacer de nuevo/de arriba.

No basta haber nacido de la carne. Pero la exigencia de Jesús tiene, además, otro aspecto: la <<carne>> vincula con una madre (3,4: volver al seno de su madre y nacer), es decir, con una raza y un pueblo. El nacimiento de que habla Jesús está en relación con entrar en el reino de Dios. Para los judíos, el reinado de Dios se ejercería, al menos primariamente, en Israel y comenzaba con su restauración, es decir, suponía unos límites o privilegios de raza. Ser hijo de Abrahán daba ya derecho a ese reino. Jesús ha contrapuesto los dos nacimientos; no es el primero, el de la raza, el que garantiza la pertenencia al reino, sino el segundo; no la ascendencia, sino el acabamiento de la obra de Dios en el hombre.

Jn 3,6

 De la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu.

Jesús continúa explicando el sentido de su frase, ahora mediante una oposición. Hay dos principios de vida: la carne y el Espíritu; cada uno transmite la vida que posee. La carne, concepto estático, denota la condición humana débil, el hombre inacabado, no terminado de crear; en consecuencia, transitorio, mortal, sin éxito. El Espíritu, concepto dinámico, denota la fuerza vital de Dios y el hombre acabado.  Sólo lo que está animado por la fuerza divina tiene éxito. La Ley, que pretende dar nacimiento al hombre perfecto, pero no puede acabar su creación, lleva al fracaso. Las metas, ideales, aspiraciones fariseas fundadas en su tradición y en su observancia son <<carne>>: debilidad, frustración. Nunca se conseguirá realizar con ello el proyecto de Dios.

El hombre, nacido de la carne, tiene que renacer del Espíritu. Es la misma unión que ha existido en Jesús, la Palabra/proyecto divino hecho carne/hombre (1,14). En esa carne, al bajar el Espíritu (1,32s), se realizó el proyecto divino. El que vive por haber nacido del Espíritu, es espíritu, es decir, fuerza de vida, amor leal (1,17).

La carne es, por tanto, el hombre sin plenitud, no terminado, incapaz de realizar el proyecto de Dios sobre él. Jesús viene a terminar al hombre; pasado este umbral de la plenitud humana, podrá comenzar su actividad.

Nicodemo, como fariseo, piensa que la creación no continúa, que Dios ha terminado su tarea. Por eso el fariseo tiene como mandamiento principal el sábado, el día de descanso divino una vez terminada la creación (cf. 9,13ss). Se figura que en estas condiciones el hombre puede llegar a su meta guiado por la Ley. Jesús no reconoce el descanso (5,17: mi Padre sigue trabajando); la creación no está terminada.

La carne es el barro del que Dios hace al hombre (20,22 Lect.), mientras Nicodemo la considera como su estado definitivo. El Espíritu le da forma, vida y fuerza.

Nicodemo reconocía que Dios estaba con Jesús y que esa asistencia daba a Jesús la posibilidad de actuar. Pero Jesús afirma que el que nace del Espíritu es espíritu. En él existe una nueva realidad, muy distinta de la que piensa Nicodemo. Éste concebía la ayuda de Dios desde fuera, como una yuxtaposición de Dios y el hombre. Así esperaban la ayuda de Dios al pueblo; Dios como aliado. Jesús afirma otra cosa: el hombre mismo ha de ser espíritu, pertenecer a la esfera divina; eso le dará la posibilidad de actuar y realizar.

Existen, pues, para el hombre, dos posibilidades: o bien nacer del Espíritu y ser espíritu (=amor leal), ver acabada en sí mismo la obra creadora de Dios y comenzar su camino para realizar en sí el proyecto divino de plenitud de vida (cf. 1,12: hacerse hijo de Dios; 14,6: el camino hacia el Padre), o bien no responder a la invitación de Dios y quedarse en la esfera de la carne, es decir, en la debilidad y la impotencia.

Según 2,24-25, Jesús no se confiaba a ellos porque conocía lo que el hombre llevaba dentro, es decir, veía la futilidad y el vacío de aquellos ideales mesiánicos. Aquel movimiento, uno de cuyos representantes es Nicodemo, quedaba en la esfera de la <<carne>>.

Jn 3,5

 Repuso Jesús: <<Pues sí, te lo aseguro: Si uno no nace de agua y Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios>>.

Ante el rechazo de Nicodemo, Jesús hace su segunda declaración, reforzando la primera y explicándola al mismo tiempo. Repite su afirmación anterior sin concesión alguna, pero sustituye el adverbio de nuevo/de arriba por otra expresión: [nacer] de agua y Espíritu, que es su explicación. En adelante, sin embargo, hablará solamente de <<nacer del Espíritu>> sin más mención del agua. Esta reducción, unida al significado <<de arriba>>, aclara el sentido de la expresión de agua y Espíritu. <<Nacer de arriba>> significa nacer del que está levantado en alto, es decir, de Jesús en la cruz. Así lo indica el paralelo entre 3,7: Tenéis que nacer de nuevo/de arriba, y 3,14: Tiene que ser levantado en alto este Hombre; a una necesidad corresponde la otra: él tiene que ser levantado para que los hombres puedan nacer de arriba.

El dicho a Nicodemo anticipa la escena de la cruz, cuando del costado de Jesús, traspasado por la lanza, saldrá sangre y agua (cf. 19,34 Lect.). El agua es el Espíritu (cf. 7,37-39), el amor que él comunica al hombre, el bautismo que él iba a conferir, según lo anunciaba Juan Bautista (1,33). En esta frase: nacer de agua y Espíritu, Jesús aproxima los dos símbolos de la misma realidad: es el agua-Espíritu que baja de arriba, de él muerto en la cruz.

El Espíritu es fuerza divina de amor; sólo él hace nacer a una vida nueva y sólo quien ha nacido de él puede entrar en el reino de Dios. No está destinado a un pueblo como tal; no bastará ser israelita, ni siquiera buen israelita de cualquiera de las tendencias; no bastará la observancia escrupulosa de la Ley ni la identificación con ella: hace falta recibir un nuevo principio de vida. Existe un punto de partida: el agua-Espíritu, para llegar al reino.

Nicodemo pensaba que el hombre podría acabarse a sí mismo, por su fidelidad a la Ley. Jesús afirma que la creación ha de ser terminada por Dios, infundiendo al hombre el aliento de la vida definitiva (20,22 Lect.). Sólo cuando el hombre esté hecho del todo podrá empezar a vivir con plenitud y será apto para el reino de Dios. Toda empresa humana que tome como base el hombre aún no acabado está abocada al fracaso.

Este nacimiento se identifica con <<nacer de Dios>> (1,13) y <<recibir de su plenitud>> (1,16: de su plenitud todos nosotros hemos recibido: un amor que responde a su amor). El Espíritu, amor que él comunica de su plenitud de gloria, hace nacer de nuevo. Tal es la obra de Jesús Mesías, por oposición a Moisés (1,17 Lect.).

Para Nicodemo, había que volver atrás, hacia un pasado, para entrar en el seno materno y nacer después; entrar en un pasado y nacer en un presente sin horizonte ni porvenir. Para Jesús, primero es nacer, para entrar después en el futuro del reino.

El reino de Dios es un ámbito donde hay que entrar. Se expresa así en términos espaciales (entrar) el cambio radical que ha de verificarse en el hombre, la adquisición de una nueva identidad, de una nueva vida (nacer de nuevo). Es la calidad que Jn llama, en contraposición a <<la carne>>, ser espíritu (cf 3,6). Al nacer del Espíritu entra el hombre en ese ámbito donde Dios se le comunica, no ya a través de mediadores -la Ley, como expresión de su voluntad, y los maestros a su servicio (cf. 3,2)-, sino de modo inmediato en Jesús (cf. 1,14; 2,19). El reino es el espacio donde esa comunicación es posible, el que Jesús mismo delimita con su presencia. Entrar significa, por tanto, adherirse y vincularse de un modo estable a Jesús, en quien Dios se hace presente como fuerza de vida que se comunica (3,14ss). Así como los conceptos de Ley, templo, verdad, vida se encierran en Jesús, de igual modo el de reino. Jesús mismo es el espacio donde los nacidos de nuevo entran y permanecen. Este concepto se desarrollará en el cap. 15 con la imagen tradicional del pueblo de Dios, la vid verdadera en la que el hombre ha de insertarse y en la que ha de permanecer.

El reino, como Jesús, está presente en la historia y es visible en la nueva comunidad humana creada por el dinamismo del Espíritu, fuerza vital que se recibe de Jesús, la participación del amor del Padre. El amor crea la nueva relación humana. Nace así la sociedad nueva, donde el orden y la organización no van de fuera adentro, sino de dentro afuera. Pero ese <<dentro>> en la comunidad y en el individuo nuevo es Jesús mismo, que vive en ella y hace presente la gloria-amor del Padre, como fuerza que brota del interior y se manifiesta en la actividad.

El concepto nuevo de reino de Dios, en oposición a la mentalidad común, es correlativo a la concepción de la realeza de Jesús. Él se confiesa rey sólo cuando su situación excluye toda semejanza con la realeza de este mundo (18,36); al aceptar la muerte confirma su rechazo de todo poder dominador, y hace presente la potencia del amor de Dios que vence la muerte, dando la propia vida. Al ser levantado en alto, queda para siempre en la posición propia suya como rey de la nueva comunidad (19,19).

Jn 3,4

 Le objetó Nicodemo: <<¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Es que puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y nacer?>>.

De los dos sentidos de la expresión usada por Jesús: de nuevo/de arriba, Nicodemo entiende el temporal (de nuevo), no el local (de arriba). Ante la postura radical de Jesús, Nicodemo objeta; sus preguntas son retóricas y descartan la aserción de Jesús subrayando su imposibilidad. El único presente histórico en esta perícopa (le objeta en lugar de le objetó) resalta el escepticismo de Nicodemo y subraya la permanente incredulidad de los fariseos ante la propuesta cristiana. Detrás de la escena entre Jesús y Nicodemo se transparenta el diálogo entre la sinagoga y la comunidad cristiana del tiempo del evangelista; de ahí el plural en 3,11: hablamos de lo que sabemos, que incluye la experiencia de Jesús y la de los suyos después de él.

La primera de las dos preguntas de Nicodemo plantea la dificultad para él insuperable. La segunda propone una solución irónica por lo absurda: habría que volver al seno materno para nacer de nuevo, y la vida es irreversible. Su objeción (siendo viejo) califica de utopía la exigencia de Jesús; cada uno es hijo del propio pasado, de una tradición y de una experiencia; sobre ella puede construir y desarrollarse, pero es ilusorio pretender comenzar de nuevo. Al encerrarse en su pasado profesa un determinismo que niega a Dios la posibilidad de intervenir en la historia con un nuevo gesto creador; excluye así la posibilidad del cambio radical. Jesús, por el contrario, afirma la libertad: es posible romper con ese pasado, porque es posible esperar de Dios una vida nueva. Nicodemo concibe el cambio propuesto por Jesús como resultado del propio esfuerzo: el hombre tendría que desandar su camino para volver al seno materno y nacer otra vez. Para Jesús, el nuevo nacimiento no resulta del esfuerzo humano, sino de la acción de Dios, que responde a la aceptación del hombre (1,12-13).

Jn 21,24-25

  Jn 21,24a Jn 21,24b Jn 21,25