miércoles, 20 de octubre de 2021

Jn 4,22

 <<Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos; la prueba es que la salvación proviene de los judíos>>.

La frase: lo que no conocéis, es alusión a Dt 13,7: <<Si ...: ´Vamos a dar culto a dioses extranjeros, desconocidos para ti y para tus padres´>> (LXX: <<a los que tú no conocías ni tampoco tus padres...>>; cf. 13,3.14). Jesús denuncia, por tanto, la idolatría de los samaritanos. No hay duda alguna sobre quién representa al verdadero Dios, si Jerusalén o el Garizín. El culto celebrado en este monte era idolátrico. El único Dios verdadero es aquel a quien está dedicado el templo de Jerusalén (2,15: la casa de mi Padre). Por eso la salvación sale de la comunidad judía, no de la samaritana. El salvador ha de ser enviado del verdadero Dios.

Además, los samaritanos, por su cisma, no han recibido el mensaje profético, que aseguraba la continuidad de la revelación; los judíos, en cambio, a pesar de sus infidelidades, tienen en sus manos los testimonios que Dios había ido dejando en la historia y que preparaban el camino al Mesías (5,39: las Escrituras dan testimonio en mi favor). Dentro de la comunidad judía se ha ido verificando ese designio de Dios como preparación a la época nueva; por eso es de ella de donde ha de salir el salvador, en el contexto de la antigua revelación, que ha terminado con Juan Bautista (1,31: para que se manifieste a Israel). Jesús procede de la comunidad judía (2,1: la madre de Jesús), aunque ese origen suyo no va a tener por consecuencia la continuidad de su obra con el pasado (1,17).

La salvación que <<proviene de los judíos>> es Jesús mismo como Mesías (4,26), <<el rey de los judíos>> (18,33; 19,3.19). Su reino, sin embargo, será universal, pues no morirá solamente por la nación, sino para reunir en uno a los hijos de Dios dispersos (11,52); así lo anunciará en la cruz el letrero redactado en tres lenguas (19,20) y la división del manto en cuatro partes, herencia del crucificado para la humanidad entera (19,23 Lect.). Esta universalidad del salvador será reconocida por los samaritanos (4,42: El salvador del mundo).

Jn 4,21

 Jesús le dijo: <<Créeme, mujer: Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni este monte ni en Jerusalén>>.

Jesús expone la novedad en toda su crudeza, negando el presupuesto de la mujer. No se trata de elegir entre las dos posibilidades históricas (culto samaritano o culto judío), también el templo de Jerusalén está prostituido y él ha anunciado ya su fin (2,13ss). Jesús habla de un cambio radical; ha terminado la época de los templos: el culto a Dios no tendrá lugar privilegiado. La alternativa es Jesús mismo, lugar de la comunicación con Dios (1,51) y nuevo santuario (2,19-22; cf. 1,14) del que brota el agua del Espíritu (7,37-39; 19,34).

Dios, además, adquiere ahora un nombre nuevo, el Padre, que establece entre Dios y el hombre un vínculo familiar y personal y cambia el carácter del culto, que pasa a ser también personal, en el marco de la relación hijo-Padre. El Dios de la Ley había creado desigualdad, discriminación, enemistad entre los pueblos hermanos. El Padre, el Dios que da vida y ama al hombre, hace caer las barreras, porque él no da su Hijo a un pueblo privilegiado, sino a la humanidad entera (3,16). Es el mediodía, la luz plena (4,6). La paternidad de Dios hace desaparecer la de Jacob (4,12) y la de los antepasados (4,20: nuestros padres). Esta paternidad directa, sin intermediarios, hará posible la unión de todos: Samaría no tendrá que soportar la humillación de una vuelta a lo judío, reconociendo la superioridad de sus enemigos y sometiéndose a su culto y Ley. La paternidad de Dios hace desaparecer los particularismos. Con Jacob desaparecen ambas tradiciones.

Jn 4,19-20

 La mujer le dijo: <<Señor, veo que tú eres profeta. Nuestros padres celebraron el culto en este monte; en cambio, vosotros decís que el lugar donde hay que celebrarlo está en Jerusalén>>.

La denuncia de su situación, que le hace Jesús, hace comprender a la mujer que es un profeta y espera de él un oráculo que le declara cómo remediar el adulterio que la separa de Dios. Para ella, el encuentro con el verdadero Dios se reduce a una cuestión cúltica. Quiere saber qué culto es el verdadero y cuál el falso. Muestra inseguridad; no sabe con certeza si su tradición es legítima. Había sido Jeroboán la causa del primer cisma, prohibiendo a los habitantes del reino de Samaría ir en peregrinación al templo de Jerusalén y erigiendo sus propios altares (1 Re 12,25-33). El cisma se había hecho definitivo ante la prohibición hecha a los samaritanos en tiempo de Esdras de participar en la reconstrucción del templo de Jerusalén (Esd 4,1-3), lo que llevó a la erección de un templo propio en el monte Garizín. La mujer vuelve a apelar a sus antepasados (nuestros padres), que construyeron su propio templo, rival del de Jerusalén, único legítimo. El profeta debe resolver la cuestión. Ella sigue aferrada a la validez de Jacob como origen del pueblo: si dentro de su descendencia ha habido un cisma, la solución tiene que encontrarse sin salir de esa tradición; no concibe una novedad.

Jn 4,17b-18

 Le dijo Jesús: <<Has dicho muy bien que marido no tienes, porque maridos has tenido cinco, y el que tienes ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad>>.

Con su respuesta: No tengo marido, la mujer había mostrado vergüenza de su situación irregular. Jesús, para no herirla, alaba su sinceridad, pero le revela toda la gravedad de su condición. Es clara la alusión al pasaje de 2 Re 17,24-41, citando antes. Pretendían dar culto al Dios de los judíos, pero en realidad habían roto con él (Os 8,1-3: <<Porque han roto mi alianza rebelándose contra mi ley. Me gritan: ´Te conocemos, Dios de Israel´. Pero Israel rechazó el bien>>). Dios, sin embargo, no ha roto con ellos (Os 2,16: <<Voy a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al corazón... Allí me responderá como en su juventud, como cuando salió de Egipto>>; 11,8: <<¿Cómo podré dejarte, Efraín; entregarte a ti, Israel? Me da un vuelco el corazón, se me revuelven todas las entrañas>>; 14,5: <<Curaré su apostasía, los querré sin que lo merezcan>>). Por medio de Jesús, Dios les ofrece su don (4,10).

Es Jesús, el enviado por Dios, quien ha abierto el diálogo con Samaría. Él personifica la actitud de Dios que los busca (4,4: Tenía que pasar por Samaría). Dios desea el contacto con ellos y está dispuesto a llamarlos su pueblo (Os 2,25: <<Y diré a No-pueblo-mío: ´Eres mi pueblo´ y él responderá: ´Dios mío´>>). Con eso acabará la búsqueda de maridos-señores (Os 2,21: <<Me casaré contigo para siempre, me casaré contigo a precio de justicia y derecho, de afecto y de cariño>>).

La comparación entre Jacob y Jesús, hecha por la mujer (4,12) y que Jesús había ya insinuado con su ofrecimiento de agua, muestra la existencia de dos orígenes: Jacob fue el principio de un pueblo, Jesús va a ser principio de la nueva comunidad humana, superando la pertenencia étnica. El agua o tradición dada por Jacob no había apagado la sed, provocando en consecuencia una búsqueda incesante, traducida en la multiplicidad de maridos, sin llevarlos a encontrar definitivamente al Dios único. El agua que dé Jesús satisfará la sed, será el encuentro definitivo con el Dios verdadero. Lo mismo valdrá para los judíos; por eso la escena se remonta a Jacob, padre común del pueblo. Jesús borra los orígenes del pueblo y su tradición; habrá un nuevo origen, él mismo, un nuevo Padre, una nueva humanidad (Os 2,2: <<Se reunirán israelitas con judíos [Samaría y Judea] y se nombrarán un único caudillo y resurgirán de la tierra>>).

Hasta ahora, sin embargo, mientras Samaría reconoce su infidelidad y pide el agua del Mesías, las autoridades del templo de Jerusalén no han querido reconocerla (2,18). Mientras Samaría acoge a Jesús y le rogará que se quede (4,40), ha tenido que alejarse de Judea por la hostilidad de los fariseos (4,1-3).

Jn 4,16-17a

 Él le dijo: <<Ve a llamar a tu marido y vuelve aquí>>. La mujer le contestó: <<No tengo marido>>.

El paso brusco de la temática anterior, la del agua/Espíritu, a la de los maridos resulta incomprensible en el plano meramente histórico. No es que Jesús quiera mostrar a la mujer su poder de adivinación para hacerle comprender que no era un hombre cualquiera. Tampoco trata de darle una lección de moralidad; el tema queda bruscamente cortado (4,18-19), sin que Jesús vuelva sobre él. Este trozo del diálogo cobra sentido sobre el trasfondo profético, en particular de Oseas.

En este profeta, la prostituta (Os 1,2) y la adúltera (3,1) son símbolo del reino de Israel, que tenía a Samaría por capital. Su prostitución y adulterio consistían en haber abandonado al verdadero Dios (2,4.7-9.15; 3,1). El origen de la idolatría de los samaritanos se narra en 2 Re 17,24-41, donde se mencionan cinco ermitas de dioses, y, además, el culto a Yahvé. A estas cifras harán alusión las palabras de Jesús.

Así cobra sentido el paso al tema matrimonial. Samaría insatisfecha, no encuentra solución en el pasado y ve un horizonte nuevo en el ofrecimiento de Jesús. Pero Jesús quiere que reconozca su situación para que rompa con ella; la ruptura no puede ser genérica (no volver más al pozo), tiene que responder a la situación concreta. Va a descubrirle cuál es su verdadera sed: Ve a llamar a tu marido y vuelve aquí. En el plano en que se mueve la narración, el marido (recuérdese la palabra Baal = marido/señor) tiene una connotación religiosa; representa la busca de seguridades opuestas al designio de Dios, toda alianza contraria a la suya, la pretensión engañosa de encontrar solución fuera de él. Samaría había traicionado a Dios, el esposo del pueblo, buscando otros apoyos (Os 2,7: <<Su madre se ha prostituido, se ha deshonrado la que los engendró. Se decía: Me voy con mis amantes, que me dan mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi vino y mi aceite>>; 9,1: <<No te alegres, Israel, no te regocijes como los paganos, porque te has prostituido abandonando a tu Dios>>). El conato, sim embargo, fue infructuoso: Dios no dejó que encontrase paz (Os 2,8-9: <<Pues bien, voy a vallar su camino con zarzales y le voy a poner delante una barrera para que no encuentre sus senderos. Perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los encontrará, y dirá: Voy a volver con mi primer marido, porque entonces me iba mejor que ahora>>). Jesús le está preparando para lo que estaba anunciado (Os 2,18: <<Aquel día ... me llamarás esposo mío, ya no me llamarás Baal mío (ídolo mío). Le apartaré de la boca de los nombres de los baales y sus nombres no serán invocados>>).

Ante la petición de agua por parte de la mujer, Jesús la invita, pues, a tomar conciencia de que su culto está prostituido; esto explica que ella pase a continuación al tema de los templos.

Jn 4,15

 Le dice la mujer: <<Señor, dame agua de ésa; así no tendré más sed ni vendré aquí a sacarla>>.

Con su promesa de vida, Jesús ha despertado el anhelo de la mujer. Ésta se declara dispuesta a abandonar para siempre el pozo de la Ley y de la tradición, que representa su historia, pero que no ha conseguido calmar sus deseos. Su reacción es opuesta a la de Nicodemo. Ella, rompiendo con su pasado, quiere nacer de nuevo. Tiene fe en que eso es posible y lo espera de Jesús. Éste empezó pidiendo agua y termina prometiéndola; también en la cruz primero manifestará su sed (19,28) y luego dará el agua que brota de su cuerpo (19,34). Se han roto las barreras; la mujer samaritana le pide a él, el judío. Al principio expuso Jesús su necesidad física, común a todo hombre, y se ofrece ahora para calmar la sed de la vida plena, el anhelo más profundo del hombre. Jesús no se detiene en lo cultural ni en lo religioso; va a la raíz, al hombre como criatura de Dios, Creador y Padre; al hombre a través de su relación elemental, corpórea y personal, la que establecen la sed y el amor.

El fariseo y jefe no pudo reconocer la insuficiencia de su Ley. La samaritana despreciada la reconoce, porque sabe el trabajo que demanda y la insatisfacción que deja. Está cansada de venir al pozo que no le calma la sed. Ve el valor de la vida y la desea, se deja iluminar por la luz que brilla en Jesús (1,4: la vida era la luz del hombre).

Jn 4,14b

 <<no, el agua que yo voy a darle se le convertirá dentro en un manantial con agua que salta dando vida definitiva>>.

Sólo un agua perenne y siempre disponible puede quitar la sed del hombre. Ésta es la que promete Jesús. El Espíritu que él comunica se convierte en cada hombre en un manantial que brota continuamente y que, por tanto, continuamente le da vida y fecundidad. Así desarrolla a cada uno en su dimensión personal. El Espíritu es personalizante; la Ley, absolutizada como fin en sí misma, lo despersonaliza.

El Espíritu es un manantial interno, no externo como el de Jacob. El hombre debe recibir vida en su raíz misma (dentro), en lo profundo de su ser, no por acomodarse a normas externas. Es un don permanente, que hace nacer a una vida nueva y la mantiene. (3,6), que abre el horizonte del reino de Dios (3,5). Su fuerza (salta) es garantía de plenitud de vida (cf. 10,10: Yo he venido para que tengan vida y les rebose).

En la tradición judía se decía que la roca que manó agua en el desierto había acompañado al pueblo en su peregrinación, calmando su sed (cf. 1 Cor 10,4). También este agua, procurada por Moisés, se identifica con la Ley. Con Jesús no habrá un agua/Ley exterior que acompañe al pueblo, sino una fuente interna de vida que guíe al individuo. Siendo en todos la misma agua, la que da Jesús, crea unidad con él y entre todos; saltando en cada uno como manantial propio, y fecundando la tierra de que está hecho, produce un fruto diversificado.

Retorna la idea expuesta en el episodio de Nicodemo. No basta aprender una sabiduría, el hombre necesita una nueva clase de vida, una fuerza y fecundidad interior de la que carece. Cuando la recibe estará completo, tendrá el nivel que le corresponda según el proyecto creador de Dios.

 

Jn 4,13-14a

 Le contestó Jesús: <<Todo el que bebe agua de ésta volverá a tener sed; en cambio, el que haya bebido el agua que yo voy a darle, nunca más tendrá sed>>.

Con su respuesta muestra Jesús la insuficiencia del don hecho por Jacob, su pobreza. Ha dado un agua que nunca quita definitivamente la sed. Se trasluce el rechazo de la sabiduría basada en la Ley, tal como se expresa en Eclo 24,21-13: <<El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed; el que me escucha no fracasará, el que me pone en práctica no pecará. Todo esto es el libro de la alianza del Altísimo, la Ley que nos dio Moisés como herencia para la comunidad de Jacob>> (6,35 Lect.).

Sin afirmar explícitamente su superioridad respecto a Jacob, Jesús la da a entender, exponiendo la excelencia de su don. Él ofrece a todos su agua, según el texto de Is 55,1: <<¡Oíd, sedientos todos!, acudid por agua, también los que no tenéis dinero>>. Pero, a diferencia de la otra, bastará beber una vez para que la sed se calme para siempre, porque el Espíritu quedará interiorizado en el hombre, como va a explicar a continuación. Este acto único de beber corresponde al nuevo nacimiento (3,3-5s), que da la nueva vida. El esfuerzo no se pondrá en adquirir una sabiduría interior ni una lenta perfección propia según la Ley, sino en la tarea del amor a los otros. 

Jn 4,12

 <<¿Acaso eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, del que bebió él, sus hijos y sus ganados?>>.

La mujer hace una pregunta que, aunque teñida de escepticismo, deja abierta una posibilidad. Aquel pozo tenía detrás todo el prestigio de Jacob, el antecesor glorioso, de quien los samaritanos se consideraban descendientes. Había sido un don de Jacob a sus hijos, es decir, a su pueblo. El pozo hacía presente su memoria y la ascendencia de los samaritanos; era un vínculo de unidad étnica y religiosa.

El pozo, como se ha visto, significaba la Ley, sintetizaba las figuras de los patriarcas y la de Moisés el legislador. La mujer conoce el don de Jacob (nos dio), pero desconoce el de Dios. Le ha resultado incomprensible que Jesús proponga otra agua viva, como si pudiera existir una diferentes de la Ley. Lo considera un rival de Jacob, que pretende igualarse o hacerse superior al patriarca. Al don de Dios (3,16) opone el don de Jacob. Este es el que ha dado el nombre al pueblo (= Israel); su pozo es la tradición común a todos, su gloria.

Jn 4,11

 Le dice la mujer: <<Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde vas a sacar el agua viva?>>.

La mujer queda impresionada por la frase enigmática de Jesús, lo llama respetuosamente <<Señor>> y muestra su extrañeza por el ofrecimiento. NO conoce más agua que la de aquel pozo y ve que Jesús no tiene los utensilios necesarios para sacarla. Se pregunta dónde puede procurarse el agua viva que promete.

La extrañeza de la mujer está en paralelo con la de Nicodemo. En uno y en otro caso se trata del agua/Espíritu (3,5). Nicodemo no podía comprender la afirmación de Jesús: hay que nacer de nuevo / de arriba (3,3.7), concebía ese nacimiento en términos de esfuerzo propio y concluía ser imposible (3,4). No conocía más camino que el de la Ley ni más mejora del hombre que a través de su observancia. Aquí, paralelamente, la mujer no conoce más agua que la del pozo, también figura de la Ley (cf. 4.6 Lect.), y piensa que el agua ha de extraerse con el esfuerzo humano. No conoce ni se imagina un don de Dios gratuito. Ni Nicodemo ni la mujer, educados en la Ley, están acostumbrados a la idea de gratuidad, no conocen el amor de Dios (cf. 2,3: No tienen vino).

domingo, 17 de octubre de 2021

Jn 4,10

 Jesús le contestó: <<Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú a él y te daría agua viva>>.

Jesús contesta de una manera indirecta, excitando la curiosidad de la mujer. Le habla de un don de Dios, de un agua viva que él es capaz de dar. Le ha pedido un favor, pero está dispuesto a corresponder con otro mayor que el suyo. Le propone superar la enemistad entablando una relación de buena voluntad mutua.

Desde el primer momento, Jesús se muestra independiente de la situación que existe entre Samaría y Judea; no reconoce las divisiones causadas por las ideologías, en particular por la religiosa. Ofrece algo que las supera, el don de Dios, que no distingue entre unos hombres y otros, porque su amor se dirige a la humanidad entera (3,16). El don de Dios es Jesús mismo (íbid.; dio a su Hijo único), que trae la salvación para todos (3,16-17). Siendo el manantial de la vida, es capaz de dar un agua viva, corriente, y la ofrece a la samaritana. Jesús está libre de todo prejuicio; para él existe sólo la relación interpersonal, manifestada en el dar y recibir.

Ella no conoce el don de Dios. Aparece el tema del conocimiento, frecuente en Oseas (4,1: no hay verdad ni lealtad ni conocimiento de Dios en el país; cf. 4,6; 6,6; 8,2).

Jn 4,9

 Le dice entonces la mujer samaritana: <<¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?>> (porque los judíos no se tratan con los samaritanos).

La respuesta de la mujer refleja su extrañeza, no puede comprender como un judío pida de beber a una mujer samaritana. La razón que da Jn, que los dos pueblos no se trataban, se comprende perfectamente en el contexto histórico expuesto al principio. Jesús, por su parte, ha derribado la barrera que los separaba. Además, al expresar una petición, elimina la superioridad proverbial de los judíos respecto a los samaritanos. Él se presenta simplemente como un hombre, necesitado como todos; se pone en situación de dependencia y reconoce que ella puede ofrecerle algo indispensable. Al colocarse en el nivel de la necesidad corporal afirma la igualdad (cf. 2,21: su cuerpo; 19,31: los cuerpos), suprime la discriminación y dignifica a la mujer. Le ha mostrado su confianza, pero ella no ha vencido aún su reserva.

Jn 4,7-8

 Llegó una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dijo: <<Dame de beber>>. (Sus discípulos se habían marchado al pueblo a comprar provisiones).

La mujer no tiene nombre propio ni se afirma que venga de Sicar; su único rasgo es su pertenencia a la región; la mujer samaritana es la representante de Samaría, que va a apagar su sed en el manantial de Jacob, es decir, en su antigua tradición. Jesús está solo, sus discípulos habían ido a buscar de comer. Es el encuentro del Mesías con Samaría, la prostituta, la que tiene hijos bastardos (Os 1,2: <<Dijo el Señor a Oseas: Anda, toma una mujer prostituta y ten hijos bastardos, porque el país está prostituido, alejado del Señor>>). Vuelve el tema del Mesías-Esposo de la perícopa anterior (3,29), que ahora va a buscar a la esposa infiel. Dios no la abandona, va a ganársela de nuevo (Os 2,15-16: <<Le tomaré cuentas de cuando ofrecía incienso a los baales y se endomingaba con aretes y gargantillas para ir con sus amantes, olvidándose de mí -oráculo del Señor-. Por tanto, mira, voy a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al corazón>>). Las alusiones a Oseas serán frecuentes en este episodio; él fue el profeta de Samaría, en su tiempo reino de Israel, por oposición al de Judá.

El encuentro comienza con una petición de Jesús: Dame de beber. Por ser hombre, Jesús siente necesidad y es, así, solidario de la necesidad de todo hombre. Pide una muestra de solidaridad en el nivel humano más elemental, que une a los hombres por encima de las culturas y de las barreras políticas y religiosas. La solidaridad con Jesús lo es con el hombre. Es la muestra del amor; la necesidad es la ocasión de manifestarse en favor del hombre; responder a ella es la condición para recibir el don de Dios.

Dar agua, elemento escaso y, por tanto, precioso, era señal de acogida y hospitalidad (cf. Mt 10,42; Mc 9,41). Al pedirla, cansado del camino, Jesús, que llega de Judea (1,11: su casa; 4,44: su propia tierra), donde ha sido rechazado, pide ser acogido en Samaría; a cambio de la hospitalidad, él dará su propia agua. Volverá a tener sed en la cruz, pero allí los suyos, por última vez, le negarán la acogida, respondiendo al amor con el odio (19,28s).

Jn 4,6

 estaba allí el manantial de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se quedó, sin más, sentado en el manantial. Era alrededor de la hora sexta.

El manantial citado en este verso se llamará luego <<el pozo>> (4,11.12). Situado cerca de Siquén y único en la región, era un pozo profundo que, según los datos arqueológicos, estuvo en uso desde el año 1000 a. C. hasta el 500 d. C.

En el AT, la única relación de Jacob con un pozo se encuentra en Gn 29,2-10, en su encuentro con Raquel en Harán; Jacob quita la piedra que cubría el pozo y abreva el ganado (29,10). Sin embargo, <<el Pozo>> en la tradición judía se convierte en un elemento mítico, que sintetiza los pozos de los patriarcas y el manantial que Moisés abrió en la roca del desierto. Es figura de la Ley misma, que se consideraba observada ya por los patriarcas y formulada más tarde por Moisés. El texto más comentado en la tradición rabínica, además del ya citado de Gn 29,2-10, es el de Nm 21,16-18: <<Desde allí se trasladaron a El Pozo. Este agua. Los israelitas cantaban esta canción: ¡Brota, pozo! Cantadle. Pozo que cavaron príncipes, que abrieron jefes del pueblo con sus cetros, con sus bastones>>.

Del pozo de la Ley brota el agua viva de la sabiduría. EL pozo de Jacob en Harán se identifica por una parte con el de Moisés en el desierto y, por otra, con Sión, el centro del culto judío. De ahí la mención en los profetas del agua viva que había de salir de Jerusalén (Zac 14,8) y del templo (Ez 47). El Pozo llega a significar prácticamente todas las instituciones judías, la Ley, el templo, la sinagoga y su centro, Jerusalén.

Fatigado del camino. El término fatigado pone en relación este verso con 4,38, donde <<fatiga, fatigar>> aparecen tres veces (nunca más en el evangelio). En 4,38 se habla de una fatiga pasada, siembra y labranza, mientras los discípulos se encuentran con el fruto de la fatiga de los sembradores. La fatiga de Jesús es, por tanto, resultado de la siembra que está haciendo, es el trabajo necesario para que se produzca el fruto (12,24: si el grano de trigo ... muere, da mucho fruto). En este verso, sin embargo, la fatiga está relacionada con el camino / viaje de Jesús. La siembra y el camino se identifican. De hecho, la obra de Jesús se expresa en Jn en términos de marchar, caminar, ir, y, en particular, él mismo alude siempre a su camino (adónde voy, 8,14.21.22; 13,33.36; 14,4-5) que es un ir hacia Dios (13,3) o hacia el Padre (14,28; 16,10.17) que lo envió (16,5). Su vida es un continuo ir, marchar o caminar. Ese es su camino y su fatiga.

Por otra parte, el evangelista señala que era alrededor de la hora sexta (mediodía). Es la misma frase que se emplea en 19,14 en el momento que lo condenan a muerte. Allí Jesús habrá terminado su camino. De modo parecido al de Caná, se anticipa aquí <<la hora>> de Jesús (cf. 2,4). Así aparecerá en la expresión: se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, referida al culto con espíritu y lealtad (4,23). Este culto será posible cuando él haya entregado el Espíritu (cf. 7,39; 19,30), el agua viva que él ofrece a la mujer (4,14) y que brotará de su costado abierto (19,34). La actividad de Jesús anticipa su hora (cf. 5,25). Como en el episodio de Nicodemo (3,3.5ss), el evangelista presenta en la escena de Samaría el fruto de la muerte de Jesús. Esto le permite unir el tiempo de Jesús con el de la comunidad, que lee la vida de Jesús después de su muerte y resurrección, y ve en su actividad anterior la anticipación de la realidad que ella vive.

Jesús se queda sentado en el manantial, ocupa su puesto. La frase indica la sustitución que va a tener lugar, marcada por el evangelista al decir se quedó sentado, en lugar del simple se sentó; Jesús va a ocupar permanentemente el puesto del antiguo manantial. De hecho, él va a ofrecer un agua que brotará del manantial abierto en su costado (19,34). Él mismo es el verdadero manantial, que toma el puesto de la Ley, de la tradición y del templo. Ezequiel anunciaba que del templo futuro correría un manantial de agua creciente (Ez 47). Jesús mismo va a identificarse con ese templo del que corre el torrente de agua (cf. 7,37-39 Lect.) y, ahora, con su gesto, adelanta la identificación. De ahí que él, el nuevo santuario que sustituye al de Jerusalén (cf. 2,19), anuncie en este episodio el fin de los templos y defina las características del nuevo culto (4,21-24).

Es la segunda alusión a Jacob en el evangelio. En la primera (1,51), anunció Jesús que la escala vista por Jacob iba a ser realidad en su persona; aquí, el manantial que había dado Jacob queda sustituido por otro que es Jesús mismo.

Jn 4,5

 Llegó así a un pueblo de Samaría que se llamaba Sicar, cerca del terreno que dio Jacob a su hijo José.

Cerca de este pueblo estaba el terreno cedido por Jacob a su hijo José (Gn 33,19; 48,22), donde éste había sido enterrado (Jos 24,32). La ciudad existente en tiempos de Jacob se llamaba Siquén (Gn 33,18-20); Jos 24,32; Os 6,9) y cerca de ella había surgido la ciudad más moderna de Sicar. Siquén había sido destruida hacía ya más de un siglo.

Jesús está atravesando una tierra cargada de una historia que se remontaba a los orígenes de Israel, anterior a la división entre judíos y samaritanos. Si los habitantes eran despreciados por los judíos, su territorio participaba, sin embargo, de las glorias de los comienzos. Ambos pueblos, judíos y samaritanos, estaban unidos en aquellos orígenes.

Jn 4,4

 Tenía que pasar por Samaría.

Podía haber ido a Galilea pasando por Transjordania; la necesidad que expone Jn es de otro orden: era necesario para la misión mesiánica de Jesús. El esposo, Hijo heredero del Padre (3,29.35), va a ofrecer su amor-Espíritu a Samaría la prostituida, que lo acepta. La nueva alianza anunciada en Caná se dirige a la humanidad entera y no va a fracasar por la negativa de los <<suyos>>. La ruta que elige era, sin embargo, la ordinaria para pasar de Judea a Galilea.

Samaría era la región considerada por los judíos como heterodoxa, raza de sangre mezclada y de religión sincretista. Existía entre ambos pueblos una profunda enemistad; los judíos despreciaban a los samaritanos, y llamar a alguien por este nombre era uno de los peores insultos (8,48). Los judíos habían destruido el templo samaritano del monte Garizín (128 a. C), lo que había exacerbado el resentimiento. En los tiempos del procurador Coponio (6-9 d. C.), algunos samaritanos habían profanado el templo de Jerusalén, durante las fiestas de Pascua, esparciendo huesos humanos en los atrios. Por eso se les prohibió el acceso al templo.

El origen del alejamiento de Samaría se debió a la política asiria, que deportó a lo más selecto de la población. La región de Samaría fue poblada de colonos asirios (2 Re 17) que, con el pasar del tiempo, se fundieron con la población hebrea restante, resultando una raza mixta que, naturalmente, mezcló también las creencias (Es 4,2-3).

Jn 3,22 -- 4,3

Jn 4,3

 Cuando Jesús lo supo, abandonó Judea y se volvió a Galilea.

Ya Juan Bautista había tenido que emigrar de la zona donde comenzó sus bautismos (1,28) a una región situada más al norte (3,23). Ahora Jesús, que provoca, mucho más que Juan, un movimiento de adhesión, se ha convertido también en una figura inquietante y tiene que marcharse. Se va a Galilea, la provincia del norte, fuera de la jurisdicción romana, pero, sobre todo, alejada de las autoridades nacionales y religiosas de Jerusalén.

Galilea es la región donde Jesús puede circular libremente (cf. 7,1). Allí fue con sus primeros discípulos y en Caná expuso su programa (1,43; 2,1-11). Ahora regresa, y desde allí volverá a subir a Jerusalén para continuar su labor con el pueblo (5,1ss).

SÍNTESIS.

En Jesús, Dios interviene en la historia humana proponiendo un cambio en la relación con él. Hasta entonces, ésta se había realizado a través de mediadores, enviados con misión divina, pero sin experiencia directa de Dios. Con Jesús comienza la alianza nueva, caracterizada por el contacto inmediato y mutuo de Dios con el hombre. Ha terminado el régimen contractual de Ley, para dar paso a la relación recíproca del amor. En Jesús, el Hijo, se hace presente Dios como Padre, que ha puesto en él toda su riqueza, su misma gloria. Lleno del Espíritu, aliento vital de Dios, puede comunicarlo.

La presencia de Dios inmediata en Jesús hace innecesaria cualquier clase de mediación. Se habían creado instituciones mediadoras que tenían por objetivo servir de cauce a la comunicación con Dios. Cuando éste, en Jesús, llega a los suyos, estas instituciones caducan, pero se niegan a desaparecer, revelando así su perversión: habiéndose constituido fin en sí mismas, se oponen al Mesías.

Jn 4,2

 (aunque, en realidad, no bautizaba él personalmente, sino sus discípulos).

Con esta frase precisa Jn lo afirmado anteriormente (3,22). Para establecer la diferencia entre Jesús y Juan había puesto en contraste las dos figuras. Ahora, en cambio, cuando éste ya no es necesario, precisa que bautizaban los discípulos, reflejando la praxis de las comunidades cristianas.

Aparece otra diferencia entre Jesús y Juan. La labor de éste era suya personal, sin continuación; sus discípulos no bautizan. La labor de atracción de Jesús puede ejercerse, en cambio, por medio de otros y anuncia un porvenir fecundo. Juan es un final, Jesús un principio (3,30).

Jn 4,1

 Recelo fariseo. Jesús abandona Judea

Se enteraron los fariseos de que Jesús hacía más discípulos y bautizaba más que Juan.

En medio de su labor (3,22), llega a oídos de Jesús que los fariseos se han enterado de su éxito, mayor que el de Juan Bautista, como ya lo habían reconocido los discípulos de éste (3,26: resulta que éste está bautizando y todos acuden a él). Ya el bautismo de Juan había despertado sospechas, y en la comisión investigadora los más intransigentes fueron los fariseos (1,24s); no tiene nada de extraño que éstos, los más celosos custodios de la Ley y las instituciones, lleguen a enterarse de la actividad de Jesús. Son parte de <<los Judíos>>, dirigentes o incondicionales del régimen. Jesús, que con su gesto se había declarado Mesías en el templo (2,13ss) y había denunciado la opresión, era una figura sospechosa. Ahora está suscitando un movimiento de adhesión a él y, en consecuencia, de ruptura con las instituciones; esto no podía pasar inadvertido para los fariseos ni dejarlos inactivos.

Jn 3,36c

 no, la reprobación de Dios queda sobre él.

La reprobación o ira de Dios pesa sobre la tiniebla que combate la luz divina de la vida (1,5). El amor de Dios a la humanidad se ha mostrado en Jesús, dando a todos y a cada uno la posibilidad de salir de la muerte por medio de una opción personal en favor de la luz (3,16-21).

Jesús, el portador del Espíritu (1,32), crea la zona de la vida, del amor de Dios. A ella se opone la zona de la muerte (1,5: la tiniebla). Pero Dios no es indiferente ante la entidad maligna que se opone a su amor por el hombre: sobre ella pesa su reprobación y su ira. Existen, por tanto, dos ámbitos. Quienes desprecian el ofrecimiento de Dios y voluntariamente se quedan en el ámbito de la muerte (3,19; 1,29: el pecado del mundo), permanecen bajo el peso de la reprobación. Dios, que es vida, odia la muerte.

El fin de la perícopa coincide con el fin de la estancia de Jesús en Judea, donde ha sido rechazado (cf. 2,18; 3,10; 4,1-3.44). Termina con una nota de amenaza: el rechazo de Jesús tendrá para los suyos consecuencias desastrosas (8,21.23). Su institución explotadora (2,13ss) no acepta la novedad del Mesías y, contra el plan de Dios, se empeña en considerarse definitiva. Voluntariamente se ha situado en el ámbito de la tiniebla-muerte (3,19).

Jn 3,36b

 quien no hace caso al Hijo no sabrá lo que es vida.

Para el que ha conocido a Jesús no hay término medio entre darle su adhesión o volverle la espalda. Pero, siendo el Hijo el único dador de vida, quien no se adhiere a él no tendrá ni lejana experiencia de lo que ésta significa.

Sigue el contraste con Moisés, que no era Hijo, sino siervo en la casa de Dios (cf. Nm 12,7: mi siervo Moisés, el más fiel de todos mis siervos). La vida se obtiene solamente por la fe en Jesús; los que piensan obtenerla por su adhesión a Moisés se engañan (5,45-47). Y los que se niegan a escuchar al Hijo desprecian al Padre (5,23).

Jn 3,36a

 quien presta adhesión al Hijo posee vida definitiva.

Aceptar el testimonio de Jesús comporta adherirse a él en su calidad de Hijo único de Dios (3,18). Él, a quien el Padre ha puesto todo en la mano, puede disponer de la vida como el Padre mismo (5,26) y la comunica, cumpliendo así el designio del Padre (6,40; 17,2). La vida procede del Espíritu, que hace nacer de nuevo (3,6-7), y con el cual ha de bautizar Jesús (1,33).

Jn 3,35

 El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos.

Jesús no es un profeta más, es el Hijo (3,17 Lect.); el Hombre-Dios no puede ser alineado con los que lo han precedido en la historia de Israel. No es el más excelente de una serie de iguales; pertenece a una categoría única (1,14.18: 3,16: Hijo único; 1,34.49: Hijo de Dios; 3,18: Hijo único de Dios).

Por ser Hijo, procede de Dios y es objeto de su amor. Él es el heredero universal del Padre, y, en consecuencia, tiene plena disposición sobre todo.

Jn 3,34

 y es que el enviado de Dios propone las exigencia de Dios, dado que comunican el Espíritu sin medida.

La lealtad de Dios, su fidelidad a sus promesas, anunciadas por la antigua Escritura, se verifica a través de su enviado. Éste expone las exigencias de Dios, que sustituyen las de la antigua Ley; las verdaderas exigencias divinas no se reducen a palabras, sino que comunican el Espíritu.

Para el que acepta las exigencias de Jesús, la recepción del Espíritu no está limitada al momento de nacer de nuevo; la práctica de ellas va comunicándolo continuamente y sin límite alguno. Cuanto mayor es la respuesta del hombre en el amor a los demás, mayor es la efusión del Espíritu sobre él, que lo va realizando como hijo de Dios (1,12; 10,18 Lect.). Aquí está la diferencia entre el pasado y el presente. No solamente las exigencias antiguas no reflejaban el ser de Dios, por no proceder de un conocimiento directo de él, sino que, además, quedaban en mera norma externa. Se describe la experiencia de la comunidad; la práctica de las exigencias de Jesús comunica un dinamismo vital, el Espíritu (6,63.68). Es a partir de esa experiencia como llega a conocer que son exigencias de Dios y que Jesús es su enviado. Es, por tanto, la vida experimentada la que lleva al conocimiento de la verdad; el testimonio de Jesús (3,32) no es un testimonio externo, sino que el creyente lo escucha dentro de sí: es el testimonio del Espíritu.

Jn 3,33

 Quien acepta su testimonio pone su sello, declarando: <<Dios es leal>>.

Aunque los que están con la Ley no aceptan el testimonio, otros lo hacen y éstos ratifican la lealtad de Dios.

La acumulación de términos pertenecientes al campo semántico contractual: dar / aceptar el testimonio, poner el sello ( cf. Jr 32,10.11.35.44) y la afirmación de la lealtad, subrayan el tema de la alianza / pacto. Los contrayentes son Dios y el hombre, por medio de Jesús, que declara lo que ha visto y oído; él hace la propuesta en nombre de Dios, ofreciendo vida definitiva, mediante el Espíritu (cf. 3,34). La única voz acreditada para hablar en nombre de Dios es la de Jesús, por ser la del Hijo, heredero y poseedor de toda la riqueza del Padre, su misma presencia (1,14: la gloria; cf. 1,18; 3,35).

La experiencia de vida comunicada por el Espíritu es la que hace que el hombre conozca la fidelidad de Dios a su pacto y selle definitivamente su alianza.

Pone su sello afirmando la lealtad de Dios, que es la expresión de su amor con obras. Quien acepta el testimonio tiene evidencia de la obra de Dios en sí mismo, experimenta el cumplimiento de su promesa. Ser fiel / leal era una de las cualidades características de Dios en el AT (Éx 34,6; Nm 14,18; Sal 86,15; 103,8; Is 65,16: veraz / fiel). Al comunicar la vida manifiesta su lealtad a sus promesas y al hombre.

A dos alianzas diversas (1,17) corresponden dos tipos distintos de relación con Dios. La primera, fundada en la Ley, establecía una relación mediata, la de siervo-Señor, produciendo la conciencia de culpabilidad y la necesidad de una purificación nunca alcanzada (cf. 2,6). En la segunda, fundada sobre el amor leal, la relación es inmediata, interpersonal, y se describe en términos de amor, como de esposo-esposa o de Padre-hijo; su característica es la fidelidad / lealtad.

Jn 3,32b

 pero su testimonio nadie lo acepta.

Dada la contraposición hecha entre Jesús y Moisés, esta frase se refiere a los que se niegan a aceptar la superación de la Ley y rechazan a Jesús. Éste reclutaba numerosos adeptos entre el pueblo (3,26; 4,1); pero entre los aferrados a la Ley mosaica eran raros, prácticamente ninguno, los que aceptaban la nueva manifestación de Dios en él. La frase, hiperbólica, está en paralelo con otras afirmaciones de Jn (1,10: el mundo no lo reconoció; 1,11: los suyos no lo acogieron; 3,11: nuestro testimonio no lo aceptáis; 3,19: los hombres han preferido la tiniebla a la luz).

El testimonio de Jesús declara lo que ha visto y oído personalmente. Esta frase recuerda la pronunciada en el diálogo con Nicodemo (3,11: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto personalmente, pero nuestro testimonio no lo aceptáis). Esto confirma que Jn expone de nuevo la cerrazón de los adictos a la Ley frente al testimonio cristiano.

Jn 3, 31c-32a

 el que viene del cielo, de lo que ha visto personalmente y ha oído, de eso da testimonio.

Se subraya el contraste con Moisés. Sus palabras, su Ley, no respondían a una experiencia personal e inmediata de Dios (1,18: A la divinidad nadie la ha visto nunca). Era sólo mediador de la alianza, que hablaba de oídas (Éx 33,19; 34,6s), porque no pudo ver la gloria de Dios, su rostro (Éx 33,18-23). Jesús, por el contrario, está de cara al Padre (1,18). Por eso no <<habla>>, como Moisés; por ser <<el Hijo>>, da testimonio de su propia experiencia.

A la alianza fundada en la Ley de Moisés va a corresponder la fundada en el testimonio del Hijo. Habrá, sin embargo, otra diferencia: el Hijo no viene a ser el mediador de una nueva alianza, sino a realizarla, puesto que él es el Esposo (3,29; cf. 1,15.27.30; 2,1ss), tomando el puesto de Dios mismo-

La frase El que viene del cielo está en paralelo con El que ha bajado del cielo (3,13) y con la de Juan Bautista: Si no se le concede del cielo (3,27). Todas hacen alusión a la bajada del Espíritu (1,32). Por eso el testimonio de Jesús transmite una experiencia directa. Sólo él puede comunicar lo que ha visto personalmente y oído, formular la voluntad cierta y completa de Dios (3,11). La manifestación de Dios que en él tiene lugar sobresee todas las anteriores.

Jn 3,31b

 El que es de la tierra, de la tierra es y desde la tierra habla.

Después del principio general establecido anteriormente, se hace la oposición entre el que es de la tierra y el que viene del cielo. <<Ser de la tierra>> no significa no haber tenido encargo divino, pues tanto Moisés como Juan Bautista lo tuvieron (Éx 3,10; Jn 1,6) y de modo parecido los demás profetas (Is 6,8; Jr 7,4-10, etc.), sino la provisionalidad de ese encargo, lo incompleto de su mensaje, limitado por un horizonte terreno (desde la tierra habla).

<<Ser de la tierra>> connota la ausencia de conocimiento inmediato de Dios, que caracteriza la época anterior a Jesús (1,18). Sólo un Hijo puede conocer a Dios, que es Padre, y Jesús es el Hijo único, el primogénito de los hijos de Dios (3,18). Todo intermediario entre Dios y el pueblo había transmitido mensajes apoyados más en su experiencia del mundo (de la tierra es y desde la tierra habla) que en la de Dios mismo.

Jn 3,31a

 El que viene de arriba está por encima de todos.

La oposición que se establece en este párrafo no contrapone a Jesús meramente con Juan Bautista, sino con todos, es decir, con todos los enviados de Dios anteriores a Jesús, que, de hecho, no venían de arriba. Reaparece el contraste insinuado en el prólogo entre la Palabra primordial y creadora y <<las palabras>> de la Ley y de los profetas (1,1a Lect.). Toda otra palabra había sido de la tierra. Jesús, el Mesías (3,28), está por encima de todos los personajes que hablaron de parte de Dios en el AT, cuyo último representante ha sido Juan Bautista (1,6). Éste ha afirmado la superioridad de Jesús sobre él mismo (1,15. 27.30; 3,29s); la afirmación se extiende ahora a toda la serie de profetas comenzando por Moisés, su prototipo (Dt 18,15.17-18: <<Un profeta de los tuyos, de tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios; a él le escucharéis... El Señor me respondió: Tienes razón. Suscitaré un profeta de entre tus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mandé>>; Jn 5,46: <<de mí escribió él>>). Al llegar el cumplimiento, la antigua alianza pierde su validez (2,1-11) y, con ella, la Escritura en cuanto palabra de Dios que reclamaba la fidelidad a aquella alianza. Su marco desaparece, su mensaje queda relativizado.

Va a inaugurarse la alianza nueva, ya prevista por Jr 31,31ss (1,17 Lect.).

sábado, 16 de octubre de 2021

Jn 3,30

 <<A él le toca crecer, a mí menguar>>.

En el contexto nupcial creado por la metáfora del esposo, el verbo <<crecer>> alude a la bendición dada por Dios al hombre en Gn 1,28: <<Creced, multiplicaos>>, indicando la fecundidad de la alianza inaugurada por el Mesías (cf. Gn 35,11, bendición de Dios a Jacob/Israel).

Consciente de lo provisional de su misión, Juan manifiesta que su destino es ir desapareciendo, en contraposición al de Jesús, que es ir creciendo. Por un momento han coexistido Juan, el último eslabón de la serie de los profetas, y Jesús, el que va a cumplir las profecías. La misión de Juan ha terminado, y con ella la de las antiguas Escrituras, en cuanto daban testimonio de Jesús (5,39), lo mismo que van a desaparecer la antigua alianza (2,1-11), el antiguo templo (2,19) y la Ley (3,2-3).

Mientras Jesús enviará a sus discípulos a continuar su misión y producir fruto (15,16; 17,18; 20,21), la de Juan no tendrá continuadores.

Superioridad del Mesías-Hijo sobre Moisés, el primero y  prototipo de los intermediarios de la antigua alianza.

La mención del Mesías (fundador del nuevo pueblo, conductor en el nuevo éxodo) Esposo (inaugurador de la nueva alianza) lleva a la figura de Moisés, líder del primer éxodo, mediador de la antigua alianza. También la voz del esposo, que oye Juan con alegría (3,29), recuerda otra voz que no cesa de oírse, la del que habla desde la tierra porque es de la tierra (3,31). Es la voz de la Ley, promulgada y transmitida por Moisés.

No era ésta la única voz que resonó en el AT. Era el mensaje profético el que había fundado la gran esperanza del futuro. Sin embargo, en esta perícopa se consideran solamente los dos extremos de la serie: Juan Bautista y Moisés. De hecho, para la institución, la promesa se ha olvidado y la voz de los profetas ha cesado (8,52.53: Abrahán murió y los profetas también); sólo queda la voz de Moisés, el maestro de Israel (9,28s: nosotros somos discípulos de Moisés, el maestro de Israel (9,28s: nosotros somos discípulos de Moisés, a nosotros nos consta que a Moisés le estuvo hablando Dios; cf. 3,10; 1,45).

Prosigue, por tanto, la oposición entre Jesús y Moisés que aparecía en el prólogo (1,17: porque la Ley se dio por medio de Moisés, el amor y la lealtad han existido por medio de Jesús Mesías). Allí se comparaban dos alianzas, y aquí, por la mención del Mesías-Esposo, ha surgido el mismo tema. Desde ahora, será la nueva voz la única que tenga derecho a dejarse oír. La suya es la voz del Espíritu (3,8), pero existe una voz de la <<carne>> que todavía resuena, la de Moisés en la Ley absolutizada (3,5-6 Lect.).

A pesar de la clara alusión, no se nombra a Moisés. De hecho, su figura, en boca de Jesús, es positiva, como anunciador de la salvación mesiánica (5,46; 7,22.23); está en favor de él y en contra de sus adversarios (5,45; cf. 7,19); sus acciones fueron tipo de la de Jesús (3,14; cf. 6,32). No es, por tanto, el verdadero Moisés quien crea obstáculo para adherirse al Mesías, sino el Moisés oficial, considerado como el legislador y maestro último y definitivo.

GÉNESIS. CAPÍTULO 1.

GÉNESIS. CAPÍTULO 35.

Jn 21,24-25

  Jn 21,24a Jn 21,24b Jn 21,25