<<He manifestado tu persona a los hombres que me entregaste sacándolos del mundo>>.
Jesús es la manifestación o epifanía del Padre. Siendo él la luz que brilla e ilumina (1,5.9), llega para manifestarse a Israel, como revelación última y definitiva de Dios que hace culminar la revelación profética; Juan, su último representante, tiene como misión no sólo hablar en nombre de Dios, sino señalarlo presente en Jesús en medio del pueblo (1,26.31). Jesús es la revelación del Padre, porque lo que él contiene y manifiesta, lo que la comunidad contempla, es la gloria del Padre que lo llena (1,14) y que, al ser su propia riqueza, herencia recibida del Padre, es su propia gloria (2,11).
La gloria-amor que en él reside es principio de actividad; por eso, a través de su persona, se manifiestan las obras del Padre, o, en otros términos: el Padre, actuando a través de Jesús, se manifiesta en el hombre (9,3). Por eso, ver a Jesús es ver al Padre (12,45; 14,9).
Jesús, que ha venido a manifestarse a Israel (1,31), se niega a manifestarse al <<mundo>> (7,4; 14,22), ya que éste, por su modo de obrar, rechaza la paternidad de Dios y acepta la del Enemigo (8,23.44). Quien, en cambio, practica la lealtad al hombre manifiesta que sus obras están realizadas en unión con Dios (3,20). Estos son los que el Padre entrega a Jesús.
La llamada del Padre hace romper con el mundo, el sistema de injusticia y de muerte esa ruptura es completada por la elección de Jesús (15,19). Pertenecer al <<mundo>> es el pecado (8,23.44a Lects.). Quien, escuchando la llamada del Padre, sale del <<mundo>>, se suma al éxodo de Jesús (8,12).
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