<<Pero el testimonio en que yo me apoyo vale más que el de Juan, pues las obras que el Padre me ha encargado llevar a término, esas obras que estoy haciendo, me acreditan como enviado del Padre; y así el Padre que me mandó va dejando él mismo un testimonio en mi favor>>.
Mientras Juan daba testimonio con palabras (10,41: Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan de éste era verdad), Jesús no lo hace con declaraciones, sino con obras, con su misma actividad liberadora. El plural <<obras>> muestra de nuevo que la curación del inválido no había sido un caso aislado, sino un ejemplo o paradigma de la actividad de Jesús entre el pueblo marginado. La calidad de esas obras demuestra que Jesús es un enviado del Padre.
Su argumentación se basa en el concepto de Dios como Padre, ya explicado en el prólogo (1,14d; 4,53 Lect.). Al llamar a Dios <<Padre>>, Jesús lo define como el que comunica sin límite alguno su riqueza, que es su vida y su amor. Es el Dios que demostró su amor a la humanidad dando a Jesús, su Hijo único (3,16). Ahora bien, todo el que reconozca que Dios es Padre, tiene que reconocer que las obras de Jesús, que, como las del Padre, comunican vida al hombre, son de Dios (5,17.21).
Jesús está apelando implícitamente a un rasgo claramente expresado en el AT, que describe la solicitud de Dios por su pueblo, especialmente por los débiles; se le llamaba <<justo>> porque hacía justicia al oprimido rehabilitaba al calumniado, rompía el yugo opresor. Ésta era también su exigencia, expresada con fuerza por los profetas:
Is 1,17: <<Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda>>.
Is 58,6-7: <<El ayuno que yo quiero es éste -oráculo del Señor-: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todo cepo; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne>>.
Is 61,1: <<Me ha enviado para dar una buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad>>.
Jr 21,11-12: <<Escuchad la palabra del Señor: Casa de David, así dice el Señor: ´Id temprano a administrar justicia, librad al oprimido del poder del opresor´".
Jr 22,15-16: <<¿Piensas que eres rey porque compites en cedros? Si tu padre comió y bebió y le fue bien, es porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres e indigentes, y eso sí es conocerme -oráculo del Señor>>.
Ez 34,2-4: <<¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores? Vosotros os coméis su enjundia, os vestís con su lana, matáis las más gordas, y las ovejas no las apacentáis. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis las descarriadas ni buscáis las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes>>.
Sal 72,4.12-14 (Del rey mesiánico): <<Que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador. ...Porque él libra al pobre que pide auxilio, al afligido que no tiene protector; él vengará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus ojos>>.
De estos y otros muchos textos que podrían citarse, se ve claramente que Dios está en favor del indefenso, del desgraciado. Quien hubiera penetrado en esta característica de Dios, tan prominente en el AT, tenía que concluir que la obra de Jesús en favor de los débiles era la de Dios, que Jesús era su enviado y que hacía lo que le ha enseñado el Padre (5,19-20). En 5,3 se retrataba el rebaño abandonado y maltrecho. Dios mismo había prometido buscar a sus ovejas dispersas como hace un pastor (Ez 34,11-12) y darles un pastor que cuidase de ellas (Ez 34,23: << Les daré un pastor único que las pastoree, mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor>>).
Frente a las teorías sobre el origen del Mesías (7,27), Jesús, para acreditar su misión, propone únicamente el testimonio de sus obras, según las promesas de liberación y salvación anunciadas en los textos proféticos (cf. 7,31).
Este testimonio de Jesús será también el de su comunidad. Como Jesús, deberá realizar las obras del Padre que lo envió (9,4). No existe otra prueba de la misión divina: quien, por amor al hombre, le comunica vida y libertad, es agente del Padre; quien se opone a la vida, no ejerce la actividad de Dios ni está con Dios. Su testimonio es algo inmediato, que cualquiera puede constatar; es objetivo, visible, palpable. Sólo puede negarlo la mala fe. Por eso, el testimonio de sus obras es testimonio directo de Dios. El amor al hombre, traducido en obras, está siempre apoyado por el Padre.
Moisés apelaba a la confirmación de Dios para legitimar sus obras: <<En esto conoceréis que es el Señor quien me ha enviado a actuar así (LXX: ´a realizar todas estas obras´) y que no obro por cuenta propia>> (LXX: `ap´emautou, de por mí, cf. 5,19.30). <<Si éstos mueren de muerte natural ... es que el Señor no me ha enviado; pero si el Señor hace un milagro, si la tierra se abre y se los traga con los suyos ..., entonces sabréis que estos hombres han despreciado al Señor>> (Nm 16,28-30). Las obras de Moisés no revelaban por sí mismas su origen divino, necesitaban una confirmación milagrosa; en este caso, un efecto de muerte. Las de Jesús, por el contrario, no necesitan legitimación alguna; ellas manifiestan sin equívoco la presencia del Padre, al manifestar su amor por el hombre. No son señales portentosas (cf. 4,48), espectaculares, ni muchos menos aterradoras; manifiestan las maravillas del poder creador de Dios, desarrollando y ampliando la capacidad del hombre.
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