domingo, 13 de marzo de 2022

Jn 5,37b-38

 <<Nunca habéis escuchado su voz ni visto su figura, y tampoco conserváis su mensaje entre vosotros; la prueba es que no dais fe a su enviado>>.

De la exposición del testimonio en su favor pasa Jesús a la invectiva contra los dirigentes, que pretendían ser los depositarios de la auténtica tradición y los mediadores entre Dios y el pueblo; son ellos los que, en nombre de Dios, condenan a Jesús. Denuncia en primer lugar su desobediencia. La frase escuchar su voz recuerda la exigencia de Dios en la antigua alianza pidiendo que el  pueblo lo escuchara (Éx 19,5; 23,22), y las promesas del pueblo de escuchar lo que había dicho el Señor (Éx 19,8; 24,3.7 [LXX]), como ratificación de la alianza. Jesús los acusa de no haber escuchado la voz de Dios y no haber observado su alianza, como en 7,19 los acusará de no observar la Ley de Moisés que oficialmente defienden.

La figura de Dios que menciona Jesús está también en relación con la alianza. En Éx 24,17 (LXX) se describe la manifestación en el Sinaí como la <<figura de la gloria>> de Dios, visible para todo el pueblo. Dios invitó a verla, pero éstos, que no han obedecido a su voz, no la han visto. Jesús les niega no ya el conocimiento pleno de Dios, que no tuvo siquiera Moisés (Éx 33,22), sino incluso el conocimiento propio de la antigua alianza, que debía haberlos preparado a la plena revelación en su persona. Allí apareció fuego voraz; ahora Jesús la revela como amor leal.

La consecuencia de su desobediencia y falta de fidelidad a la alianza es que han perdido el mensaje que ésta pretendía comunicar y que había sido renovado por los profetas. Han ignorado la verdadera característica de Dios, la de su amor al hombre. Este amor se hará realidad tangible y experimentable con Jesús (1,17), pero Dios quiso anunciarlo y prepararlo y ellos lo han ignorado. Por eso en Caná faltaba el vino (2,3). Dios había querido dar vino de amor a su pueblo, pero había sido sofocado por la institución judía, encarnada en el absoluto de la Ley (2,6 Lect.). Jesús denuncia un endurecimiento inveterado en los círculos dirigentes de Israel y da la clave para comprender el carácter opresor de sus instituciones. Nunca han escuchado el mensaje de amor que Dios proponía.

Se enfrentan aquí dos concepciones de Dios: el Dios de Jesús, el Padre, que ama al hombre y se manifiesta dándole vida y libertad, y el Dios de los dirigentes, el Soberano, que impone un orden jurídico, prescindiendo del bien concreto del hombre. Por eso Jesús puede afirmar rotundamente que no conocen en absoluto al Padre; es más, incluso el mensaje transmitido, expresado desde el principio con la acción de Dios, que los hizo un pueblo precisamente al sacarlos de la esclavitud, tampoco lo han conservado. La descripción que Dios mismo hizo de sí a Moisés antes de la alianza: el Dios compasivo y clemente, paciente, grande en amor y lealtad (Éx 34,6), era precisamente la que correspondía a la obra de Jesús, hasta tal punto que la gloria del Padre, presente en Jesús, ha sido descrita por Jn con estas palabras de Dios (1,145.17). Ellos, sin embargo, han olvidado esta imagen dada por Dios mismo, para fabricarse la suya.

En efecto, en el Código de la Alianza que sigue al Decálogo (Éx 20,22-25,33), entre la minuciosa casuística que regula materias diversas, se encuentran prescripciones relativas a la manera de comportarse con los <<débiles>>, compendiadas de ordinario en la fórmula estereotipada de <<forasteros, huérfanos y viudas>>, pero que abarcan toda clase de desvalidos que, por su condición, pueden ser objeto de explotación o abuso (22,20-26). Su grito, advierte el Señor, será escuchado siempre (22,22). Fue precisamente el grito de los israelitas, mientras sufrían la opresión en Egipto, el que motivó la intervención liberadora del Señor (Éx 3,7-9). Él actúa en favor del oprimido porque es compasivo (Éx 22,26: yo soy compasivo, hebr. hanun). Es una cualidad que lo definirá cuando más tarde Moisés le pida ver su gloria (34,6) y es ella la que lo mueve a liberar al pueblo y hacer su alianza con ellos. Por eso, a los israelitas que se conviertan a su vez en opresores, Dios los tratará igual que trató a los egipcios (22,23; cf. 4,23; 13,15). Es significativa a este respecto la expresión: Si prestas dinero a mi pueblo (hebr. `et ´ami), al pobre que habita contigo ... (22,24); al hablar así, Dios separa momentáneamente al acreedor de su pueblo, constituido por los pobres.

Esto explica por qué los profetas, ante las injusticias que se cometen, denuncian el incumplimiento de la alianza y equiparan a Israel a los pueblos paganos (Is 1,10: Sodoma y Gomorra), descalificándolo como pueblo de Dios a pesar del culto esplendoroso que practican en el templo (Is 1,10-28).

Los que ellos enseñan y sostienen es, por tanto, una traición a la revelación de Dios, tanto más grave cuanto que pretende ser la única doctrina auténtica.

La prueba de estas afirmaciones de Jesús es que no reconocen en su acción la de Dios y, en consecuencia, no dan fe a su enviado. Quien se cierra al bien del hombre no puede reconocer a Dios (cf. 7,17; 8,19.54s; 15,21; 16,3).

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