<<Os dejo dichas estas cosas mientras vivo con vosotros. Ese valedor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre por causa mía, él os lo irá enseñando todo, recordándoos todo lo que yo os he expuesto>>.
La frase mientras vivo con vosotros vuelve a recordar la marcha de Jesús, anuncia su despedida. En compendio les ha expuesto el plan de Dios sobre la humanidad, les ha dejado sus promesas; ahora que se marcha, ellos tendrán que irlas comprendiendo y profundizando. Pero no será solamente una reflexión humana, el Espíritu les hará penetrar en todo lo que él ha dicho. Él colaborará en la construcción de la comunidad. Muchos aspectos de la vida y mensaje de Jesús están aún oscuros para ellos (2,22; 12,16); pero tendrán el valedor, que les ayudará en todo lo que necesiten.
Se le llama ahora el Espíritu Santo. Este término tiene un doble significado, de cualidad y de acción: el Espíritu es santo y santificador. La palabra <<santo>> significa en su origen semítico <<separado>>; el Espíritu es, por tanto, santo o separado, porque pertenece a la esfera divina; pero, al mismo tiempo, es separador, es decir, separa al hombre de la tiniebla, del mundo perverso, instalándolo en la zona de la luz y la vida, que es la de Dios (cf. 5,24), haciéndolo nacer de nuevo (cf. 1,33; 3,5s). Término equivalente a <<separar>> es <<consagrar>>. También la santidad/consagración pertenece a la temática del éxodo (Lv 11,44.45; 19,2; 20,7; cf. Éx 19,6; LXX 23,22).
La separación o consagración no se hace de una manera material ni local, sino haciendo semejante a Jesús el Consagrado (6,69) por la infusión de un amor que responde al suyo (1,16), con la actividad de una misión como la suya (17,17-19). Las calificaciones <<Espíritu Santo>> y <<Espíritu de la verdad>> (14,17) expresan aspectos de la misma realidad: el amor del Padre que se comunica al hombre.
El Espíritu es una realidad dinámica y personal (él, cf. 15,26; 16,8.13; otro valedor: 14,15; el valedor: 14,26; 15,26; 16,7), cuya actividad se extiende en el tiempo. No habla de sí, hace recordar y comprender lo enseñado por Jesús. Este papel que desempeña en la comunidad lo señala como espíritu profético, que transmite mensajes del Señor. Los roles que Jesús va a atribuirle siguen la línea profética: en el interior de la comunidad, enseña, recordando y explicando el mensaje de Jesús (14,26); en relación con la misión, da testimonio en favor de Jesús (15,26), acusa al mundo (16,8) e interpreta la historia para los discípulos (16,13), orientándolos en su labor.
Hará penetrar a los discípulos en lo que había dicho Jesús, haciéndolo presente; la enseñanza del Espíritu es la de Jesús mismo, su recuerdo es la renovación de su presencia.
El que enseña es el Espíritu Santo, el que separa del mundo de la tiniebla-muerte. Mientras no exista esa ruptura, no es posible la interpretación del mensaje de Jesús. Tampoco se puede penetrar el mensaje de Jesús sin escuchar al Espíritu. Éste es el maestro de la comunidad.
El Espíritu Santo es el mismo Espíritu de la verdad, el nuevo valedor (14,16.17.26). Según 14,16-17, su venida será resultado de una petición de Jesús en el futuro; el Espíritu se distingue de Jesús, en primer lugar, por ser objeto de su petición y, en segundo lugar, por ser llamado <<otro valedor>>; su misión será estar continuamente con los discípulos, de una manera interior, a diferencia de Jesús, que en su vida mortal era su valedor externo. En este segundo pasaje (14,26) se afirma que el Padre envía ese valedor concediendo el ruego de Jesús (por causa mía). Su misión es enseñar y recordar, que, a primera vista, parece más congruente con la denominación <<Espíritu de la verdad>>; sin embargo, en 17,17 se hablará precisamente de la consagración con la verdad, que es el mensaje.
El Espíritu es el amor y lealtad, la gloria (cf. 1,14 y 1,32; 1,17 y 7,39). En cuanto el amor se formula para proclamarlo, se le llama <<mensaje>>; en cuanto es dinamismo recibido, se le llama <<Espíritu>>; en cuanto norma de conducta, es <<mandamiento>>; en cuando se hace visible y hace presente a Dios, se le llama <<gloria>>.
Con la venida del Espíritu se asocia la de Jesús (14,16.18.23.26.28). Durante su vida terrena, Jesús, lleno del Espíritu (1,32), lo manifestaba en su persona y actividad; su relación con él puede describirse como continente-contenido; en Jesús habita el Espíritu (1,32) o la gloria (1,14); así cumple el mensaje del Padre (8,55), ha cumplido sus mandamientos (15,10) y es uno con el Padre (10,30).
En la vuelta de Jesús después de su muerte sigue habiendo una relación entre él y el Espíritu, no sólo por ser él la causa de su envío (objeto de su oración), sino porque, con el Espíritu, también se hace presente Jesús. No son dos venidas paralelas, sino interdependientes: Jesús resucitado sigue siendo el lugar del Espíritu, de donde éste brota (cf. 7,38). La distinción que se hace entre las dos venidas se debe a que la de Jesús se considera como presencia, la del Espíritu como actividad, la irradiación de su presencia. Para el creyente, Jesús es punto de referencia, centro, mientras ve al Espíritu como la fuerza de vida que a partir de él se difunde. En otros términos: la presencia de Jesús, situada ya fuera de las categorías espaciales, se realiza a través de su acción, la del Espíritu, que es su fuerza. Jesús se hace presente cuando entre el creyente y él se establece el contacto a través del Espíritu que de él procede. Por eso Jesús no se hace presente al mundo, porque éste rechaza el Espíritu-amor y no recibe su acción.
SÍNTESIS
La presencia de Dios en la comunidad cristiana y en cada miembro, tal como la describe Jesús en este pasaje, cambia el concepto antiguo de Dios y la relación del hombre con él. Se concebía, de hecho, a Dios como una realidad exterior al hombre y distante de él; la relación con Dios se establecía a través de mediaciones, de las cuales la primera era la Ley, de cuya observancia dependía su favor. Dios reclamaba al hombre para sí, éste aparecía ante él como siervo. El mundo quedaba en la esfera de lo profano, había que salir de ella para entrar en la de lo sacro, donde Dios se encontraba. Se establecía así una división entre dos mundos; la creación, obra de Dios, carecía de dignidad ante él. El hombre había de renunciar a sí mismo en cierta manera, para afirmar a Dios soberano.
En la exposición que hace Jesús se describe la venida del Espíritu, de Jesús y del Padre; con esta imagen espacial significa el cambio de relación entre Dios y el hombre. La comunidad y cada miembro se convierten en morada de la divinidad, la misma realidad humana se hace santuario de Dios. De esta manera Dios <<sacraliza>> al hombre (Espíritu Santo) y a través de él, a toda la creación. No hay ya, pues, ámbitos sagrados donde Dios se manifieste fuera del hombre mismo. Esta <<sacralización>> produce, al mismo tiempo, una <<desacralización>>, suprimiendo toda mediación de <<lo sagrado>> exterior al hombre.
El Padre, por tanto, no es ya un Dios lejano, sino el que se acerca al hombre y vive con él, formando comunidad con los hombres, objeto de su amor. Buscar a Dios no exige ir a encontrarlo fuera de uno mismo, sino dejarse encontrar por él, descubrir y aceptar su presencia por una relación, que ya no es de siervo-señor, sino la de Padre-hijo.
Esta nueva relación del hombre con Dios implica su nueva relación con el hombre. Su modelo está en Jesús, al cual se asimila el creyente. Dios revela su presencia y establece su comunión en la comunión con el hombre. En el don de sí a los demás se verifica el encuentro con el Padre.
La presencia de Dios en el hombre no es estática; es la de su Espíritu, su dinamismo de amor y vida, que hace al hombre <<espíritu>> como él, haciéndolo participar de su propio amor. El Padre es el amor absoluto y, por tanto, el don de sí absoluto; se revela en Jesús como aquel que se entrega para dar vida al hombre. Por eso desaparece la mediación de la Ley: la única ley es Jesús, en quien el Padre, a través de su Espíritu, ha realizado el modelo de hombre. Dios se asemeja a una onda en expansión que comunica vida con generosidad infinita. No quiere que el hombre sea para él, sino que, viviendo de él, sea como él, don de sí, amor absoluto; ése es el mandamiento que transmite Jesús. Al hombre toca aceptarlo e incorporarse a esa fuerza que tiende a expansionarse en continuo don y que es el Espíritu de Dios. Al recibirlo el hombre, Dios realiza en él su presencia y comienza a producir fruto, señal de la vida. Así, el crecimiento y desarrollo del hombre son la afirmación de Dios mismo en él. El hombre y todo lo creado son la expresión de su generosidad gratuita; estimarlo, afirmarlo y hacerlo crecer es darle gracias por su amor. Su venida es un acto creador de su generosidad. Dios no es el rival del hombre. No lo ha creado para reclamarle luego su vida como tributo y sacrificio, Él no absorbe ni disminuye al hombre, lo potencia. No puede el hombre anularse para afirmar a Dios porque eso significaría negar a Dios creador, el dador de la vida.
La unión a Dios no se hace remontando la corriente para desaparecer en los orígenes sino aceptando al Dios que viene, insertándose en la gran corriente de vida en expansión que es él mismo. Dios integra a los hombres en su acción cósmica de vida y amor, manifestada en Jesús. El hombre se suma así con Jesús a la acción del Padre. El centro que irradia vida se va ampliando y va realizando el destino gozoso de la creación entera la plenitud de vida en el amor.
ESPÍRITU.
LEVÍTICO.
ÉXODO