martes, 28 de febrero de 2023

Jn 12,39-40

 Y no podían creer por aquello que dijo en otra ocasión Isaías: <<Les ha cegado los ojos y les ha embotado la mente, para que sus ojos no vean ni su mente perciba ni se conviertan y yo los cure>>.

La razón de tal rechazo la ve Jn explicada en otro texto del profeta, que pertenece a la escena de su llamamiento (Is 6,9s). Sin embargo, el texto que presenta Jn no corresponde exactamente al hebreo ni a la traducción griega (LXX). Véase la traducción del texto hebreo, donde Dios da esta orden al profeta:

<<Embota el corazón (la mente) de ese pueblo, endurece su oído, ciega sus ojos: que sus ojos no vean, que sus oídos no oigan, que su corazón (mente) no entienda, que no se convierta y sane>>.

Y la traducción griega:

<<El corazón (la mente) de este pueblo se ha embotado; son tardos de oído, ha cerrado los ojos, para no ver con los ojos ni oír con los oídos ni entender con el corazón (la mente) ni convertirse y que yo los cure>>.

Jn omite, en primer lugar, las frases que se refieren al oído. Para él, lo importante son los ojos y la mente (el corazón) porque se trata de ver señales y de interpretarlas (12,37). No han cerrado sus oídos a una doctrina, sino los ojos a una realidad.

Existe una notable diferencia entre los tres textos. En el hebreo es el profeta quien, con su anuncio, ha de cegar al pueblo, por orden de Dios, para procurarles la ruina que será su castigo (Is 6,11-13). El imperativo de Dios al profeta es retórico; lo que se propone como finalidad divina es, en realidad, efecto del endurecimiento del pueblo mismo. Debido a la mala disposición, cuanto más les hable el profeta, mayor será la resistencia que encuentre.

En la traducción griega, por el contrario, el pueblo resulta responsable de su ceguera, son ellos mismos los que han cerrado los ojos e impiden su propia curación.

De hecho, la negativa de Israel a ver y oír es tema común en los profetas. Así, por ejemplo, Is 42,18: <<Sordos, escuchad y oíd; ciegos, mirad y ved>>.

Jr 5,20-23: <<Escúchalo, pueblo necio y sin juicio, que tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye ... este pueblo es duro y rebelde de corazón, y se marcha lejos>>.

Ez 12,2: <<Hijo de Adán, vives en la casa rebelde: tiene ojos para ver, y no ven; tienen oídos para oír, y no oyen; pues son casa rebelde>>.

Según estos y otros textos, la responsabilidad de la ceguera recae sobre el pueblo; a veces, sin embargo, retóricamente, se expresa como un designio de Dios provocado por su cólera.

En Jn 12,40, sin embargo, existe un agente externo que ciega al pueblo e impide que Jesús lo cure. Su acción es precisamente la contraria de la que hizo Jesús cuando abrió los ojos al ciego (9,1.10.14, etc.; 10,21; 11,37). Habiendo sido ésta una obra de Dios (9,3s), la acción de cegar no puede venir de él. El Hijo enviado por Dios al mundo (3,17) es la luz que ilumina a todo hombre (1,9; 3,19); Dios no discrimina, pues no lo ha enviado para juzgar al mundo (= la humanidad), sino para que el mundo por él se salve (3,17; 12,47). Por tanto, el causante de la ceguera no puede ser de ningún modo Dios, como, de hecho, tampoco lo era en el AT. Ha de ser un antagonista suyo.

El contexto lo identifica sin lugar a dudas: el adversario de la luz/verdad es la tiniebla (12,35), que, usando <<la mentira>> (8,44), deja al hombre ciego, incapaz de percibir el esplendor de la vida a que Dios lo destina (1,5). Concretamente, la causa inmediata que ha impedido al pueblo reconocer a Jesús por Mesías ha sido la Ley, con su doctrina sobre el Mesías que no debía morir (12,34).

Pero la Ley, a su vez, es el instrumento del sistema de poder, personificado en <<el jefe del orden este>> (12,31). Los agentes humanos de la ceguera del pueblo son, por tanto, los dirigentes que encarnan ese sistema, en particular los fariseos (cf. 12,19.42). Ellos utilizan la Ley, prometiendo al pueblo un Mesías futuro continuador de las instituciones existentes; asimilan el futuro al pasado y programan de antemano la intervención de Dios en la historia; así mantienen al pueblo en la ceguera y le impiden reconocer al enviado de Dios (7,25-29.40-43). Son ellos, interesados en mantener su posición (11,48c Lect.), los primeros que rechazan a Jesús y, de hecho, ya han acordado matarlo (11,53). Son ciegos voluntarios, porque se han negado a aceptar la luz; pero, además, hacen alarde de ver y proponen al pueblo la falsa luz (9,41 Lect.).

Jesús ha venido a dar la salud, a curar al pueblo (cf. 5.9.13), liberándolo de la opresión que ejercen las instituciones (2,14-16; 5,1ss), pero el pueblo, dependiente de sus maestros (12,34; cf. 5,39s.46s), no acepta la vida que le ofrece Jesús.

La frase final: ni yo los cure, alude al inválido de la piscina (5,6.911.13). El pueblo estaba representado por la multitud de enfermos que vacían en los pórticos, figura de la Ley (5,2-3). No pueden caminar, porque no tienen fuerza ni libertad: la Ley, manejada por los dirigentes, los paraliza, prohibiéndoles la salud y la vida (5,10). Su tradición los mantiene en la esclavitud (8,34).

Esa Ley que los distancia de Dios y oculta su amor (2,.3.6 Lects.) les hace incomprensible la muerte del Mesías. No pueden entender que Dios ame al hombre hasta el punto de dar la vida por él. No perciben que es así como se manifiesta su gloria, que no es la del poder, sino la del amor leal.

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