martes, 21 de marzo de 2023

Jn 13,20

 <<Sí, os lo aseguro: Quien recibe a cualquiera que yo mande me recibe a mí, y quien me recibe a mí, recibe al que mandó>>.

Segundo dicho solemne de Jesús, en paralelo con el primero (13,16-17) y que termina la perícopa. El primero se refería a los discípulos que han de seguir su ejemplo; el segundo a cualquiera que reciba al discípulo que él envíe: el primero, a Jesús maestro; el segundo, a la humanidad ante su mensaje.

Este dicho recoge la segunda oposición contenida en el proverbio citado por Jesús /13,16: siervo-señor; enviado-mitente). A ellos los considera él como enviados, con una misión igual a la suya (17,18: igual que a mí me enviaste al mundo, también yo los he enviado a ellos al mundo; 20,21: igual que el Padre me ha enviado a mí, os mando yo también a vosotros).

Sin embargo, el dicho se refiere directamente a aquellos que acogen al enviado. Hay un paralelo con 1,12: a cuantos la aceptaron, los hizo capaces de hacerse hijos de Dios. Es lo mismo recibirlo a él que recibir a un enviado suyo. Los discípulos van a tener la misma misión y eficacia de Jesús (cf. 14,12).

Recibir al enviado significa aceptar su mensaje, y los discípulos en su misión harán lo mismo que ha hecho Jesús, dar dignidad y libertad a los hombres; sus títulos serán el amor y el servicio, anunciando con las obras la nueva fraternidad y la nueva acogida humana, manifestando el amor de Jesús y del Padre. Los que lo acepten entrarán en el ámbito del amor del Padre, y Jesús les comunicará el Espíritu, capacitándolos para ser hijos de Dios.

Aunque Jesús no lo exprese en estos términos, la segunda declaración podría formularse como la primera: <<Dichoso aquel que os recibe a vosotros que le lleváis este mensaje>>. Los discípulos, por su práctica del amor en el servicio, serán hijos de Dios, y los que reciban a tales mensajeros lo serán también. El amor es la única manera de dar vida a la humanidad; él crea la nueva comunidad humana.

SÍNTESIS

En el episodio del lavado de los pies explica Jesús con su gesto el fundamento de su comunidad, la igualdad y la libertad como fruto del amor mutuo. Da el patrón de la verdadera grandeza, que no está en el honor humano (5,41), sino en parecerse a Dios. Ser grande consiste en tener la gloria que se recibe de Dios solo (5,44) y que se identifica con su amor (1,14).

En este episodio responde Jesús al deseo de hacerlo rey, que expresaron sus discípulos en 6,15 y que él rechazó. Haciéndose servidor les muestra que su realeza no sigue el modelo de este mundo (18,36).

No se trata de un acto de humildad de Jesús, sino de una profunda y decisiva enseñanza. La humildad se interpreta como una renuncia a valores reales por otros más elevados; de hecho, consolida los falsos valores. Jesús va más allá. Niega validez a los que el mundo llama valores: son falsedades e injusticias. Él, a los suyos, los eleva a su misma categoría, la de hijos de Dios. No hay rango más alto que éste; es más, ésta es la única verdadera dignidad del hombre. Pero ser hijos de Dios es inseparable de ser plenamente hombre, pues la gloria de Dios, la expresión de su amor, es que el hombre llegue a realizar del todo su proyecto creador. Al hacerlos hijos del único Padre, funda la igualdad humana; la categoría de hijos, dejando de ser siervos, da la libertad al hombre.

Jesús es la presencia de Dios entre los hombres. Sus acciones son las del Padre (10,37). Al prestar el servicio a los discípulos expresa al mismo tiempo su amor y el del Padre. El Padre se pone, con Jesús, al servicio del hombre. Desde este momento, Dios no es ya un ser lejano, el soberano celeste que mira al hombre desde arriba. Es, por el contrario, el que quiere mostrar su amor levantando al hombre hasta sí mismo.

La idea de un Dios soberano, con su trono en el cielo, funda el paradigma de las grandezas humanas. Los más poderosos entre los hombres son los que más se parecen a él. Son la imagen del Dios que esclaviza. En cambio, cuando Dios es hombre y se pone al servicio del hombre (lavado de los pies), la réplica más exacta de Dios es el que sirve (cf. Mt 18,1-5; 20,25-28; Mc 9 33,37; 10,42-45; Lc 9,46-48; 22,24-27). Con Jesús, Dios ha dejado su trono, se manifiesta como amor sin límite, que acompaña al hombre en su existencia (14,23).

La manera de parecerse al Dios celoso de su trascendencia es hacerse de algún modo trascendente por el brillo y el poder. En cambio, la manera de parecerse al Padre es amar hasta el fin, darse totalmente por el bien del hombre, como Jesús (14,6: Yo soy el camino ... nadie se acerca al Padre sino por mi). El Padre, que es puro don de sí, no necesita ni pide culto; el culto a él se identifica con el servicio al hombre, con el amor leal (4,23), que será el único mandamiento (13,34). De ahí que Jesús suprima las categorías religiosas de templos y sacrificios (2,13ss; 4,21ss).

Jesús efectúa una inversión total de la concepción tradicional de Dios y, en consecuencia, de su relación con el hombre y de los hombres entre sí. El Padre, que no ejerce dominio, sino comunica vida y amor, no legitima ningún poder ni dominio.

En Jesús, Dios ha recobrado su verdadero rostro, deformado por el hombre. Este habría proyectado en él sus ambiciones, miedos, intereses y crueldades. Jesús muestra que Dios es Padre y que se compromete con su obra, la creación, para llevarla a plenitud; rechaza y combate todo aquello que intenta destruirla.

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