martes, 21 de marzo de 2023

Jn 13,14

 <<Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros>>.

Jesús cambia el orden de los títulos indicando su equivalencia. Uno y otro se daban a los maestros, pero Jesús es reconocido por los suyos también como Mesías, lo que da al título de Señor un contenido particular. Él, sin embargo, los equipara. Ante Pilato define su misión de rey como <<dar testimonio en favor de la verdad>> (18,37). En cuanto Mesías, por tanto, no es un poderoso ni un dominador. Al contrario, su acción muestra que amar a los demás es el único significado de ser señor y maestro.

Jesús es ciertamente señor, pero lo es porque comunica su Espíritu, el amor del Padre, que hace nacer de Dios, e identifica con Jesús por la libre espontaneidad del amor. No es señor por imposición alguna. Por eso su seguimiento es una asimilación a él (6,53ss: comer su carne), no una obediencia (15,15). Su señorío no suprime la libertad, sino que la exalta, dando la posibilidad de expresar plenamente con el amor la vida que se posee.

Con su acción Jesús les ha mostrado su actitud interior, la de un amor que no excluye a nadie, ni siquiera al que lo va a entregar. Si lo llaman señor, han de estar identificados con él; si lo llaman maestro, han de aprender de él. Los suyos han de actuar como él actúa.

Jesús es maestro porque, con su gesto, que preludia su muerte (15,13), les da la experiencia de ser amados, y así les enseña a amar con un amor que responde al suyo (1,16). Esta experiencia hace conocer a Dios como Padre. Quien acepta el amor de Dios, activo en el de los hermanos, acepta el Espíritu y lo recibe y, con él, la capacidad de corresponder a ese amor.

Así se ejerce el señorío de Dios, que es el de Jesús, como una fuerza que desde el interior del hombre lo lleva a la expansión. No acapara, sino que desarrolla. Es un principio de vida que transforma haciendo semejantes a él. Es también meta de semejanza, que abre un horizonte cada vez mayor.

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Jn 21,24-25

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