miércoles, 20 de octubre de 2021

Jn 4,21

 Jesús le dijo: <<Créeme, mujer: Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni este monte ni en Jerusalén>>.

Jesús expone la novedad en toda su crudeza, negando el presupuesto de la mujer. No se trata de elegir entre las dos posibilidades históricas (culto samaritano o culto judío), también el templo de Jerusalén está prostituido y él ha anunciado ya su fin (2,13ss). Jesús habla de un cambio radical; ha terminado la época de los templos: el culto a Dios no tendrá lugar privilegiado. La alternativa es Jesús mismo, lugar de la comunicación con Dios (1,51) y nuevo santuario (2,19-22; cf. 1,14) del que brota el agua del Espíritu (7,37-39; 19,34).

Dios, además, adquiere ahora un nombre nuevo, el Padre, que establece entre Dios y el hombre un vínculo familiar y personal y cambia el carácter del culto, que pasa a ser también personal, en el marco de la relación hijo-Padre. El Dios de la Ley había creado desigualdad, discriminación, enemistad entre los pueblos hermanos. El Padre, el Dios que da vida y ama al hombre, hace caer las barreras, porque él no da su Hijo a un pueblo privilegiado, sino a la humanidad entera (3,16). Es el mediodía, la luz plena (4,6). La paternidad de Dios hace desaparecer la de Jacob (4,12) y la de los antepasados (4,20: nuestros padres). Esta paternidad directa, sin intermediarios, hará posible la unión de todos: Samaría no tendrá que soportar la humillación de una vuelta a lo judío, reconociendo la superioridad de sus enemigos y sometiéndose a su culto y Ley. La paternidad de Dios hace desaparecer los particularismos. Con Jacob desaparecen ambas tradiciones.

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