La mujer le dijo: <<Señor, veo que tú eres profeta. Nuestros padres celebraron el culto en este monte; en cambio, vosotros decís que el lugar donde hay que celebrarlo está en Jerusalén>>.
La denuncia de su situación, que le hace Jesús, hace comprender a la mujer que es un profeta y espera de él un oráculo que le declara cómo remediar el adulterio que la separa de Dios. Para ella, el encuentro con el verdadero Dios se reduce a una cuestión cúltica. Quiere saber qué culto es el verdadero y cuál el falso. Muestra inseguridad; no sabe con certeza si su tradición es legítima. Había sido Jeroboán la causa del primer cisma, prohibiendo a los habitantes del reino de Samaría ir en peregrinación al templo de Jerusalén y erigiendo sus propios altares (1 Re 12,25-33). El cisma se había hecho definitivo ante la prohibición hecha a los samaritanos en tiempo de Esdras de participar en la reconstrucción del templo de Jerusalén (Esd 4,1-3), lo que llevó a la erección de un templo propio en el monte Garizín. La mujer vuelve a apelar a sus antepasados (nuestros padres), que construyeron su propio templo, rival del de Jerusalén, único legítimo. El profeta debe resolver la cuestión. Ella sigue aferrada a la validez de Jacob como origen del pueblo: si dentro de su descendencia ha habido un cisma, la solución tiene que encontrarse sin salir de esa tradición; no concibe una novedad.
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