<<no, el agua que yo voy a darle se le convertirá dentro en un manantial con agua que salta dando vida definitiva>>.
Sólo un agua perenne y siempre disponible puede quitar la sed del hombre. Ésta es la que promete Jesús. El Espíritu que él comunica se convierte en cada hombre en un manantial que brota continuamente y que, por tanto, continuamente le da vida y fecundidad. Así desarrolla a cada uno en su dimensión personal. El Espíritu es personalizante; la Ley, absolutizada como fin en sí misma, lo despersonaliza.
El Espíritu es un manantial interno, no externo como el de Jacob. El hombre debe recibir vida en su raíz misma (dentro), en lo profundo de su ser, no por acomodarse a normas externas. Es un don permanente, que hace nacer a una vida nueva y la mantiene. (3,6), que abre el horizonte del reino de Dios (3,5). Su fuerza (salta) es garantía de plenitud de vida (cf. 10,10: Yo he venido para que tengan vida y les rebose).
En la tradición judía se decía que la roca que manó agua en el desierto había acompañado al pueblo en su peregrinación, calmando su sed (cf. 1 Cor 10,4). También este agua, procurada por Moisés, se identifica con la Ley. Con Jesús no habrá un agua/Ley exterior que acompañe al pueblo, sino una fuente interna de vida que guíe al individuo. Siendo en todos la misma agua, la que da Jesús, crea unidad con él y entre todos; saltando en cada uno como manantial propio, y fecundando la tierra de que está hecho, produce un fruto diversificado.
Retorna la idea expuesta en el episodio de Nicodemo. No basta aprender una sabiduría, el hombre necesita una nueva clase de vida, una fuerza y fecundidad interior de la que carece. Cuando la recibe estará completo, tendrá el nivel que le corresponda según el proyecto creador de Dios.
1 Carta a los Corintios. Autodisciplina para no inutilizar la fe. 9, 13., 24-10
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