domingo, 31 de julio de 2022

Jn 7,18

 <<Quien habla por su cuenta busca su propia gloria; en cambio, quien busca la gloria del que lo ha mandado, ése es de fiar y en él no hay injusticia>>.

<<La propia gloria>> es exterior y, por tanto, constatable; de ahí que su búsqueda o la renuncia a ella pueda servir de criterio para juzgar la procedencia de una doctrina. La búsqueda del propio prestigio delata que la doctrina que se propone no procede de Dios, sino del hombre mismo; es un medio para favorecer sus propios intereses.

Este criterio completa el primero expuesto en el versículo anterior. Aquél se dirigía a quien escucha la doctrina de Jesús, y consistía en la experiencia interna que ésta provoca en quien está por el hombre. Pero, para el público al que Jesús hablaba, existía otra doctrina oficial que pretendía también autoridad divina, la Ley, interpretada y manejada por los círculos de poder. Por eso añade un criterio externo: los intereses que defiende el que propone una doctrina; éstos permitirán juzgar su validez. La doctrina refleja la actitud del que la enseña; es expresión de la persona e inseparable de ella.

Responde este criterio a la concepción de Jn; Jesús no propone una doctrina abstracta, él mismo es la verdad, con sus obras y, sobre todo, con su muerte, en cuanto, en su vida y en su muerte, hace presente a Dios mismo, manifestando la eficacia de su amor leal. Las palabras o exigencias de Jesús son siempre una explicación de lo que él es y hace: sus obras dan el sentido de sus palabras; éstas se comprenden en relación con sus obras (5,36; 10,37s; 14,10s). Dios no se revela en él a través de formulaciones, sino manifestando su presencia en la actividad de Jesús (5,36; 10,30.37s).

Cuando la doctrina sobre Dios viene propuesta por uno que no busca manifestar la gloria de Dios, sino favorecer la suya propia, manipula a Dios. El criterio último de verdad es la actividad en favor del hombre, porque la verdad de Dios es ser Padre, amor al hombre como presencia activa y efectiva.

La palabra ha de comunicare la presencia y la acción de Dios. De ahí que las palabras/exigencias de Jesús sean Espíritu y sean vida (6,63). Quien con su hablar no pretende comunicar vida, sino promover su propio prestigio, ése no conoce a Dios ni tiene experiencia de él; no sólo no reflejará lo que es Dios, sino que, al ponerlo al servicio de su interés, necesariamente lo falsificará.

No se puede hablar de Dios distanciándose de él, porque Dios no es una fórmula, sino una presencia. Sólo es formulable cuando la expresión se mantiene en el ámbito de su presencia y actividad; la palabra se convierte entonces en signo que las expresa y las transmite. Cuando rompe este contacto, se convierte en ideología y necesariamente deforma a Dios: ofrece como dios lo que es un sonido vacío o un invento humano al servicio del propio interés.

El que no busca su gloria, sino que quiere manifestar la de Dios, su amor leal al hombre, es de fiar; en él no hay injusticia, que es el pecado (8,46: ¿Quién de vosotros podrá echarme en cara pecado alguno?). Quien va guiado por ese valor supremo no explota al hombre ni manipula una Ley. Sus palabras son dignas de fe (5,31) y su conducta es leal (cf. 3,33). Entre los dos miembros de la frase hay una relación de consecuencia; ésta, al mismo tiempo, remite a la causa y la confirma.

Por el contrario, quien buscando su prestigio intenta ponerse por encima de los demás comete injusticia; tal es el caso de los dirigentes, que se valen de la Ley para conservar su posición de privilegio. Así se ha descrito en el episodio del paralítico curado: condenan al hombre, invocando su Ley (5,10), y lo mismo a Jesús, llegando a planear su muerte (5,18). Jesús, en cambio, curando al inválido, había manifestado su criterio para interpretar la Ley y juzgar las actitudes: la fidelidad al designio de Dios; por ella, su sentencia es justa (5,30 Lect.).

Estos criterios acusan, pues, a los dirigentes. Ellos no aceptan la doctrina de Jesús porque no quieren realizar el designio de Dios; es más, lo impiden con la opresión que ejercen (5,10 Lect.), sin detenerse ante el homicidio (5,18; 7,1). Además, su doctrina no es de Dios: ninguna doctrina que redunda en propio beneficio merece crédito.

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