<<Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso he dicho que toma de lo mío para daros la interpretación>>.
Lo que Jesús posee en común con el Padre es en primer lugar la gloria que le ha comunicado (1,14); en otras palabras: el amor leal (ibídem), el Espíritu (1,32; cf. 17,10). No ha de concebirse como posesión estática, sino como relación dinámica con el Padre, comunicación incesante y mutua, que hace de los dos uno (10,30) e identifica su actividad. Jesús realiza así las obras del Padre (5,17.36; 10,25), su designio creador (4,34; 5,30; 6,38.40; cf. 7,17; 9,31).
Por tanto, el criterio para interpretar la historia, basado, como se ha visto, en la sintonía con Jesús por la aceptación de su amor, se concreta ahora en la realización del hombre, designio del Padre y expresión de su amor. Ya realizado en Jesús, ha de realizarse en la comunidad y orientar su actividad con los hombres. El Espíritu, que uniendo a Jesús con el Padre lo ha hecho la realización y el ejecutor de su designio, hace partícipe a la comunidad del dinamismo de Jesús (toma de lo mío).
SÍNTESIS
La voz del Espíritu, que resuena en el mensaje profético, sostiene y confirma la experiencia de la comunidad cristiana, dando testimonio de Jesús y haciéndolo presente. El vigor que la comunidad recibe de la acción del Espíritu se transmite en la misión, que es su testimonio ante el mundo. La condición para dar testimonio es aceptar la totalidad de Jesús, Hombre-Dios.
Grave peligro de las comunidades cristianas es querer dividir a Jesús, siguiendo o bien a un Jesús hombre de acción, que sólo ha dejado su ejemplo, o bien a un Jesús glorioso, despegado de su existencia terrena. Jesús no es sólo ejemplo del pasado, sino también y sobre todo el salvador presente; pero tampoco es sólo objeto de contemplación y gozo, sino Mesías a quien seguir y en cuya obra hay que colaborar.
Al no ser Dios visible sino a través de Jesús-hombre y no podérsele conocer sin aceptarlo en la humanidad de Jesús (8,19), cambia la relación del hombre con Dios y con el hombre mismo. Dios no es una abstracción, sino el Padre que se hace visible en Jesús. A un Dios distante se le acepta fácilmente por su misma lejanía; se le puede ofrecer un culto desprendido de la realidad humana. Pero un Dios-hombre que se inserta en la historia, poniéndose en relación directa con grupos e individuos humanos, afecta a la trama misma de la sociedad. Al tomar una posición definida ante la realidad humana y social y actuar en consecuencia, discierne con su acción las actitudes que concuerdan con el designio creador y las que se le oponen. Su toma de posición es por sí misma criterio de verdad, y se convierte en norma para los que se llaman discípulos. No se puede concebir una comunidad cristiana que no tenga el mismo compromiso con el hombre que tuvo Jesús.
Esta presencia liberadora de Dios en Jesús se hace insoportable para la institución religiosa que él había denunciado y que le dará muerte. Lo mismo hace con sus discípulos. La misma institución, enemiga de la emancipación del hombre y de su plenitud de vida, seguirá persiguiendo despiadadamente a los discípulos de Jesús, que continúan su actitud y su actividad en el mundo. Jesús pronuncia la más dura acusación contra todo sistema religioso que oprima al hombre: aunque dice representar a Dios, no lo conoce. De hecho, quien se atreve a matar al hombre, por el motivo que sea, no conoce a Jesús ni al Padre, y el Dios que presenta al mundo no es el verdadero.
En su tensión continua con el mundo, la comunidad está apoyada por el Espíritu, que realiza la comunión entre Jesús y los suyos. El Espíritu constituye toda la verdad y riqueza de Jesús, herencia del Padre, y él la comunica a los discípulos. Su lugar propio es Jesús, en quien habita. <<Viene>> a la comunidad; al ser aceptado, la hace partícipe del amor de Jesús, poniéndola en sintonía con él y descubriéndole su significado. Así la confirma en su postura. Aunque se vea acusada, no se sentirá culpable. La potencia del sistema opresor y su amenaza no el producirá cobardía. Ella sabe, y lo proclama, que el culpable es el mundo que mató a Jesús y sigue dispuesto a matar (16,2).
Jesús, el que tenía que venir, inaugura la etapa última de la historia. A partir de la comprensión de su muerte-exaltación, los discípulos entenderán toda la verdad sobre él, y ésta será para ellos la clave de lectura de la historia. La verdad total de Jesús ilumina el designio de Dios sobre el hombre; por contraste, pone al descubierto el pecado del mundo, su capacidad homicida, y al mismo tiempo su fracaso, patente en la exaltación de Jesús. El amor completa en el hombre el plan creador y, frente a él, el odio es impotente. Su aparente victoria es su derrota. La vida definitiva, característica de la etapa final, resiste al poder destructor de <<el mundo>>.
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