<<Cuando llegue él, le echará en cara al mundo que tiene pecado, que llevo razón y que se ha dado sentencia>>.
El mundo o sistema injusto se ha erigido en juez de Jesús y lo ha condenado como a un criminal. Con su sentencia ha afirmado su propia legitimidad y razón y la culpa de Jesús (18,30: Si éste no fuese un malhechor, no te lo habríamos entregado). Ahora, el Espíritu, que es la fuerza de Dios, va a abrir de nuevo el proceso para pronunciar la sentencia contraria. Los que se hicieron jueces son los culpables; el condenado tenía la razón y, en consecuencia, el sistema que se atrevió a cometer semejante injusticia está condenado por Dios.
La muerte de Jesús será al mismo tiempo dos cosas: en primer lugar, la máxima manifestación del poder mortífero del sistema injusto; ella va a desenmascararlo del todo, demostrando hasta dónde llega su maldad. Pero, por otra parte, será la máxima manifestación del amor de Dios, que coincide con ese paroxismo de odio del mundo. Al matar a Jesús, el mundo pronuncia su propia acusación: quien se atreve a asesinar a Dios muestra no detenerse ante nada; de por sí, tiende a acabar con toda vida, puesto que mata al autor de la vida. <<El mundo>> o sistema, cuyo principio inspirador es <<el Enemigo>> (8,44) y cuya unidad de propósito y de acción se expresa bajo la denominación <<el jefe del orden este>> (12,31; 14,30; 16,11), encarna la solidaridad humana vaciada de amor y de vida; desata una fuerza destructora que trasciende a los individuos que la componen. El pecado consiste en integrarse en ese orden perverso, haciéndose solidario de su injusticia.
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