sábado, 21 de agosto de 2021

Jn 1,33

 Tampoco yo sabía quién era; fue el que me mandó a bautizar con agua quien me dijo: <<Aquel sobre quien veas que el Espíritu baja y se queda, ése es el que va a bautizar con Espíritu Santo>>.

Segunda vez que Juan niega haber conocido a Jesús. Su testimonio, por tanto, no nace de una deducción humana, procede únicamente de un anuncio divino confirmado por su propia experiencia. Dios le había dado una señal para reconocer al que había de bautizar con Espíritu Santo. Desde el principio supo Juan que su bautismo era signo de otro muy superior, pero ignoraba quién lo llevaría a cabo. La revelación divina le da la señal para reconocerlo: sólo aquel en quien reside el Espíritu puede comunicarlo a otros.

El bautismo con Espíritu Santo será distinto del de Juan; no será una inmersión externa en agua, sino una penetración del Espíritu en el hombre; el Espíritu será el manantial interior que salta dando vida definitiva (4,14), el agua que salga del costado de Jesús en la cruz (19,34), que podrá beber aquel que tiene fe (7,37-39). Comparado por los profetas con la lluvia de Dios, él será el que vitalice al hombre (6,63).

El verbo bautizar, que se conserva en la traducción para no romper el paralelismo, tiene en griego dos significados: sumergir y empapar (como la lluvia empapa la tierra). Denota, en todo caso un contacto total entre el agua (real o metafórica) y el sujeto, exterior si se trata de baño, interior si es de lluvia o agua metafórica.

Según el prólogo, la palabra/proyecto divino hecho realidad humana tiene la plenitud del amor y lealtad de Dios (114) y de su plenitud todos reciben un amor que responde a su amor (1,16). La misma realidad se expresa ahora bajo el símbolo del Espíritu. Jesús tiene la plenitud (el Espíritu, con artículo totalizante), los suyos recibirán espíritu (sin artículo), participando de su plenitud. El amor leal, la gloria, se identifica, pues, con el Espíritu en Jesús y en los suyos, y significa la comunicación de Dios mismo, que es Espíritu (4,24); ésta es total en el caso de Jesús, parcial en los demás hombres, para ir creciendo hacia la totalidad (1,12: hacerse hijos de Dios) por la práctica del amor. Así podrá decir Jesús que su gloria queda manifestada en sus discípulos (17,10) o que la gloria que el Padre le ha dado se la deja a ellos (17,22). Todas son expresiones para designar al Espíritu, la comunicación del amor leal del Padre.

El Espíritu, cuando se nombra en relación con Jesús, no lleva apelativo Santo (1,32.33); sí, en cambio, en relación con los demás hombres (1,33). El término <<Santo>> significa una cualidad intrínseca del Espíritu y, al mismo tiempo, una actividad suya. <<Santo>> es el separado, por pertenecer a la esfera divina (del cielo), pero es también el que separa al hombre de la esfera sin Dios para unirlo permanentemente con la de Dios. Es, por tanto, el que consagra (consagrar = separar para unir a Dios). Es él quien da al hombre la adhesión, la fidelidad inquebrantable a Dios (17,17 Lect.).

En este contexto, el adjetivo <<Santo>> denota en primer lugar la actividad liberadora con el hombre, que le permite salir de la esfera sin Dios (quitar el pecado del mundo). Por eso no se utiliza al describir su bajada sobre Jesús: éste no ha pertenecido nunca a esa esfera.

El bautismo de Juan era insuficiente. Despertaba el anhelo de vida y llevaba a prestar adhesión al Mesías que iba a llegar. Pero esa adhesión quedaba aún en los límites del propósito humano. Es solamente el Espíritu quien, al consagrar y comunicar la vida nueva, da a esa adhesión su firmeza.

El Espíritu que separa es el que libera del pecado del mundo, el que saca al hombre de la esclavitud y de la tiniebla comunicándole la vida divina, que es el amor leal, la capacidad de amar. Jesús es, por tanto, el Cordero pascual que libra de la muerte, precisamente porque con su muerte dará el Espíritu, la vida. Libre de la represión de la tiniebla, el hombre, con esa fuente interior de vida, puede alcanzar su pleno desarrollo, llegar a su plenitud. Así se completa la obra creadora. Mientras el hombre no haya recibido el Espíritu, su creación no está terminada, es solamente <<carne>> (3.5.6 Lect.).

El Espíritu reside en Jesús (6,35: el pan de la vida); su comunicación al hombre crea una semejanza y una comunión con Jesús. Aparece aquí  el paralelo con el prólogo: de su plenitud todos nosotros hemos recibido (1,16). Así, el Espíritu da al hombre su nueva realidad, ser capaz de un amor como el que Dios muestra en Jesús (1,16b). El desarrollo y la práctica de este don será el contenido del nuevo mandamiento (13,34).

Lo propio del Espíritu es dar la vida (6,63) definitiva (4,14). Esta vida está relacionada con el conocimiento personal del Padre y de Jesús Mesías (17,3). La razón es que el conocimiento de Dios como Padre no es meramente intelectual; nadie puede conocerlo si no es hijo, es decir, si no tiene el Espíritu. El Espíritu da la sintonía con Jesús, porque se recibe de su plenitud, y con el Padre, porque es la gloria que el Padre comunica al Hijo Único (17,3 Lect.).

El tema de la vida que comunica el Espíritu se formulará en términos de <<nuevo nacimiento>> o <<nacer de arriba>> (3,3.5; cf. 1,12). Este nacimiento capacita para entrar en el reino de Dios (3,5), la etapa definitiva de la creación, comenzado en la comunidad cristiana.

Es el Espíritu el que opera en el hombre el cambio de esfera, el éxodo que anuncia Jesús el Mesías: de la esfera <<del orden este>> a la esfera de Jesús que es la de Dios (de abajo arriba): del odio (7,7) al amor, de la mentira a la verdad, de ser esclavos a ser hijos de Dios.

Las dos actividades de Jesús expresadas en la perícopa: el que va a quitar el pecado del mundo (1,29) y el que va a bautizar con Espíritu Santo, se relacionan como efecto y causa: quitará el pecado de la humanidad consagrando con el Espíritu de la verdad, que hace brotar en el hombre una vida nueva y definitiva y lo integra en el orden nuevo, contrapuesto al del mundo.

Esta conexión confirma que el título <<el Cordero de Dios>> (1,29) no incluye la expiación del pecado. El cordero anuncia la nueva pascua, es decir, la liberación que Dios hace de la esclavitud a la tiniebla (el pecado). Se hará por la comunicación y participación de la vida divina (el Espíritu). La experiencia de la nueva vida será la verdad que haga al hombre libre (8,31). 

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