<<¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que estuvieron escuchando de qué les he hablado. Ahí los tienes, ésos saben lo que he dicho>>.
Jesús rechaza la inquisición del sumo sacerdote; es él quien debería saber de qué se le acusa y quién podría preguntarlo. Lo han detenido sin imputarle ningún cargo y pretenden ahora que él mismo les ofrezca motivos de acusación.
No da información alguna sobre sus discípulos; no compromete a nadie, no pierde a ninguno de los que el Padre les ha entregado (6,39; 17,12; 18,8-9). En cuanto a su doctrina, se remite a los que la han escuchado. Responde con serenidad del que no tiene nada que ocultar. Toca a las autoridades abrirle un proceso si quieren.
Jesús no acepta la condición de súbdito interrogado. El jefe le pide una declaración y él se niega a darla; no admite que ellos lo juzguen. Ahí está la frustración del mundo: quiere tratar a Jesús como a un reo, pero él no le reconoce autoridad. Ante ese juez no tiene por qué defenderse, justificarse ni dar razones. Son ellos los que tienen que ir a él y conocerlo, acercarse a la luz, que es evidente por sí misma. Aunque, en realidad, están incapacitados para ello, porque lo que defienden son sus propios intereses. No les importa Jesús como persona, sino como posible amenaza.
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