sábado, 27 de agosto de 2022

Jn 10,36

 <<de mí, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿vosotros decís que blasfemo porque he dicho: ´Soy hijo de Dios´?>>.

Sobre las premisas establecidas antes, Jesús construye su argumento. Él no es uno de tantos a quien Dios haya dirigido su palabra. Él es aquel a quien el Padre consagró y envió al mundo. La consagración, efectuada por el Espíritu, que bajó y quedó sobre Jesús (1,32), estaba en función de la misión. El Espíritu recibido con entera plenitud lo constituyó Hijo de Dios, según la declaración del testigo, Juan Bautista (1,34). Ésta fue su unción (cf. Sal 2,2.6.7), su consagración mesiánica (cf. 6,69). Por ella es él quien consagra con el Espíritu (1,33: ése es el que va a bautizar con Espíritu Santo; cf. 17,17 Lect.) y aquel cuyas obras responden al dinamismo del Espíritu.

Contesta Jesús indirectamente a la pregunta del principio: Si eres tú el Mesías, dínoslo abiertamente (10,24). El diálogo está colocado en el contexto de la dedicación/consagración del templo; al declarar Jesús ser él el consagrado por el Padre está afirmando que toma el lugar del templo. La comunicación del Espíritu, vida-amor de Dios, es la comunicación de la gloria del Padre (1,14). Jesús es por eso la Tienda del Encuentro (ibíd.), el Santuario donde brilla la gloria y que sustituye al antiguo (2,19.21). La consagración por el Espíritu (1,32; cf. 6,27) resume y verifica en Jesús todos los antiguos símbolos de Israel, que no pretendían sino expresar la presencia permanente de Dios en su pueblo.

Sin embargo, la semejanza que da el Espíritu no es la del poder, como suponía el texto del salmo (10,34), sino la del amor. El Espíritu es la actividad del amor creador. Ahí está la igualdad y la unidad entre Jesús y el Padre (10,30).

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