miércoles, 17 de agosto de 2022

Jn 9,38

 Él declaró: <<Te doy mi adhesión, Señor>>. Y se postró ante él.

El verbo <<postrarse>> es en griego el mismo que en 4,20s se ha traducido <<dar culto/adorar>>. Jesús había anunciado a la samaritana que el culto en Samaría y Jerusalén sería abolido por el culto al Padre con espíritu y lealtad. Jesús, el Hombre, es el nuevo santuario donde se verifica la presencia del Padre (2,19-21; cf. 12,45; 14,9). El antes ciego, expulsado de la sinagoga como pecador, enemigo de Dios, ha quedado excluido de las instituciones religiosas (sinagoga, templo), que monopolizan el culto a Dios. A cambio, encuentra el nuevo santuario, Jesús, donde se rinde el culto anunciado a la samaritana. Éste no se localiza en un edificio, sino en el Hombre, porque consiste en la práctica del amor leal (4,23a Lect.), en trabajar con Jesús realizando las obras del que lo envió (9,4). La adhesión a Jesús ha desembocado en la adhesión al hombre (9,4 Lect.). Es un adorador de los que el Padre busca (4,23).

SÍNTESIS

En el episodio del ciego se expone el aspecto central de la liberación que Jesús lleva a cabo en el hombre y que funda su éxodo. Consiste en devolverle la conciencia de su propio valor y, en consecuencia, del valor de todo hombre. Esto no lo hace Jesús a través de una enseñanza doctrinal, sino a través de su acción, al manifestar al hombre el amor de Dios, expresado en su designio sobre él. Son las obras de Dios el vehículo de su amor; ellas hacen descubrir la propia dignidad y libertad, y muestran en Jesús la meta de la plenitud humana. En esto consiste el verdadero saber, la luz.

El encuentro con Jesús es un encuentro con Dios en el hombre o con el hombre que hace presente a Dios como actividad de amor. Esta experiencia desplaza el culto del templo al Hombre, que es ahora el lugar de la manifestación de Dios.

Pueden relacionarse con estos conceptos otros encontrados antes en el evangelio. Dios, el Padre, se manifiesta en el interior del hombre como un dinamismo de amor que lleva a una respuesta de amor (1,16: un amor que responde a su amor), es decir, se experimenta desde dentro como fuerza que impulsa hacia los demás.

A esta presencia dinámica Jn la llama Espíritu, y quien la acepta en sí nace de Dios, tiene una nueva vida. Al ser experimentada, revela al hombre su propia profundidad humana, que en él adquiere realidad y dimensión gracias a ese Dios que en él actúa, haciéndolo consciente de u propia dignidad y libertad; en otras palabras: de su condición de hijo. Es una vivencia directa de su entera realidad (carne y Espíritu), que lo coloca por encima de toda definición y sujeción esclavizadora.

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Los capítulos 5 y 9 describen dos acciones de Jesús con el hombre que presentan muchos rasgos comunes y, al mismo tiempo, una diferencia fundamental: el inválido (afectado también de ceguera, cf. 5,3), había pecado (5,14); el ciego de nacimiento, no (9,3). Son tipos de dos situaciones humanas: la de los que están privados de vida y actividad (5,3: tullidos, resecos) por haber dado su adhesión a una ideología opresora (5,3: ciegos) y la de los que viven bajo la opresión sin haber conocido nunca otra posibilidad de existencia (9,1: ciego de nacimiento).

En el caso del inválido y en el del ciego la iniciativa pertenece a Jesús, el hombre experimenta el efecto de su acción como un bien físico: salud y libertad de movimientos en el caso del inválido, visión e independencia en el caso del ciego. En ambos casos desaparece Jesús de la escena y el individuo curado no sabe quién es o dónde está; este recurso literario común subraya el desinterés, la gratuidad del beneficio; pone en primer plano el favor concedido, despojándolo de toda intención proselitista. Finalmente, por iniciativa de Jesús, se produce un encuentro con él y el reconocimiento de su persona.

Además de acentuar la gratuidad, la distancia temporal entre la experiencia del bien recibido y el reconocimiento de Jesús señala también, de forma paradigmática, el proceso psicológico del sujeto. En primer lugar ha tenido la experiencia de un bien humano (salud, visión) independientemente de toda profesión de fe; ha recibido ese bien gratuitamente, pues Jesús ha tomado la iniciativa y no ha puesto condiciones para obtenerlo; la conclusión primera a que llega es la bondad del don y el amor del dador. Sólo más tarde, como segundo paso, descubre en Jesús, realizador de ese bien, una presencia más que humana, reconociéndolo como el hombre en el que vive Dios y en quien se le rinde culto. Es en este momento cuando el ciego adquiere la visión completa. No descubre, sin embargo, algo nuevo; solamente es capaz de dar nombre al amor que ya había experimentado.

En ambos casos, por tanto, el contacto con Jesús no se hace a nivel de ideas o doctrina, sino a través de la experiencia de un bien recibido, que se percibe simplemente como un bien humano. Esa experiencia es innegable, se impone por sí misma, más allá de toda ideología. Así, pues, el primer contacto se verifica con Jesús-hombre (9,11) que actúa en favor del hombre. El segundo paso descubre, a través de la experiencia del bien recibido, la plenitud del amor de Dios, el dinamismo de Dios creador que llena a Jesús y que en él actúa; se le reconoce entonces como santuario de Dios (9,38).

La manifestación del amor de Dios en Jesús, o manifestación de la gloria, que funda la fe, se hace gratuitamente, sin exigir respuesta. El amor no se vende ni la fe se compra. La manifestación de amor a escala humana, al ser aceptada por el hombre, le descubrirá interiormente una nueva dimensión de su ser y del de los demás, que antes no sospechaba. Acabará descubriendo la calidad del amor, que de hecho procede de Dios mismo. Formulará o no esta conclusión: sólo el encuentro con Jesús la llevará a su plena claridad.

La diferencia que establece el hecho de haber pecado (inválido) o no (ciego) muestra que Jn desarrolla en estos episodios dos aspectos de la obra de Jesús. En el caso del inválido, el más común (85,3: una muchedumbre), expone cómo Jesús quita el pecado del mundo (1,29) dando al hombre la fuerza (el Espíritu, cf. 1,33) para salir de la opresión en que vive (5,14: el templo).

En el caso excepcional del ciego (9,1: un hombre ciego de nacimiento) no se trata de quitar el pecado, que no existe, sino de completar la creación: del hombre-carne, débil y víctima de toda opresión, hace Jesús el hombre-espíritu (3,6: de la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu). Éste, por la libertad que le da su nueva visión de Dios y del hombre, se emancipa del dominio de los dirigentes (9,30-33) y resulta incompatible con su sistema (9,34: y lo echaron fuera).

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