Llamaron entonces por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: <<Reconócelo tú ante Dios. A nosotros nos consta que ese hombre es un pecador>>.
No han podido demostrar fraude en el hecho de la curación. Los padres del antes ciego han confirmado que nació así. Quieren ahora evitar el testimonio del hombre en favor de Jesús, que cedería en desprestigio de su institución. Van a intentar que renueve su lealtad a ellos, en contra del que le ha dado la vista. Un eslabón más en la cadena en contradicciones a que los lleva su inquietud ante el hecho. Ahora condenan a Jesús en nombre de la moral oficial (pecador), para que lo anatematice el mismo que ha sido curado. Es la última forma de hacerle negar o, más bien, renegar del beneficio recibido. Quieren forzarlo a que lo rechace como un mal.
Los antes divididos (9,16) han llegado ahora a la unanimidad. No han podido negar la curación, pero piensan poder acallar la interpelación que les hace. Para ello dictaminan que Jesús es un pecador, es decir, un descreído. En el conflicto entre la verdad del hecho y el prejuicio teológico, éste vence. Dios no puede actuar contra el precepto en beneficio del hombre; ese bien del hombre es un mal, una ofensa a Dios. Ahora le piden al ciego curado que lo reconozca él mismo. Quieren imponerle su idea de Dios, el juicio que ellos formulan, como más válido que su propia experiencia. El hombre tendría que admitir que habría sido mejor seguir ciego, porque la vista de que ahora goza es contraria a la voluntad de Dios. Defienden su postura negando la evidencia. Son los enemigos de la luz; con <<la mentira>> (cf. 8,44) intentan extinguirla (1,5).
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